The End

       Hace un año me congratulaba en este blog de que la gente –sobre todo los jóvenes, adictos a otra clase de pantallas– regresara a los cines en estampida para ver a la muñeca color de rosa y su galán de quijada cuadrada, además de otra película de un fabricante de bombas muy célebre. Pues un año después (es decir, hace 130 años) se sigue haciendo cine para que la gente vaya al cine. ¿Pero a qué cines? Pues a los que tienen butacas mullidas, pop-corn (no palomitas ni crispetas), definición tal y sonido pascual. Y pantallas no tan grandes como “la pantalla grande” como se le decía a los cines de toda la vida, los que van cerrando, uno a uno, fotograma a fotograma, víctimas de su tamaño, del coste de mantenimiento, tecnología y la falta de espectadores regulares entre otras vicisitudes.

       Son otros tiempos, es cierto, pero quienes fuimos fieles cinéfilos (ahora no tanto), vemos con grima cómo estos monstruos de seiscientas, mil localidades, van cayendo como kingkones (perdón por el plural). Caen como el cine Roxy, que cita Serrat en su canción o Juan Marsé en su relato (¡los dos en 1987!) o son reemplazados por tiendas de ropa prêt-à-porter o cadenas de comida poco lenta. Cines que frecuenté hace veinticinco años ya no lo son. Los Icaria, una de las pocas salas, si no las únicas, que tenían versión original subtitulada (nada como escuchar la voz de DeNiro o de la Binoche), o el Alexandra, con sus paredes de yesería, con su gallinero muy chic, donde nadie escupía a los de platea como en Cinema Paradiso. Sigo hacia atrás, y de la Bogotá que me tocó en los 80, han cerrado unos cuantos, como El Palermo, el de mi barrio de estudiante, que recién he visto convertido en billares. ¿Estará Paul Newman por ahí? Y así con los que poblaban la carrera 13 y alrededores como el Metro Riviera o el Lucía, que ya fueron engullidos por comercios. Y si sigo retrocediendo en el tiempo, puedo contar que en mi natal Pamplona de Indias estuvimos sin cine a mediados de los 70, por la facilidad de quedarse en casa con el Betamax, alquilando películas baratas de contrabando.

       Pero no todo es un desastre. Si desando veo que el Teatro Cecilia –colindante con mi casa de adolescencia y que los domingos expulsaba esquirlas y otras salpicaduras hasta mi ventana– ha reabierto hace unos años y aún sobrevive. O el Faenza, cerca de la UJTL donde estudié la carrera, un antiguo edificio de arquitectura ecléctica que de origen albergó una fábrica de loza. Llegó al abandono total, después de una programación igualmente diversa a través de los años: cine, música, zarzuela, opereta, más películas y finalmente el cine X. Confieso que una tarde entré al programa doble, a admirar las lámparas y las voluptuosidades del art déco y art nouveau, entre otras. El recinto, por fortuna, ha sido rescatado de la demolición gracias a la Universidad Central. Ya de regreso, y hace un año también, bajó el telón el Comedia, que después del rasgado de vestiduras habitual, entró en la pugna de las grandes marcas para arrasar los carteles con sus estrellas y cambiarlos por maniquíes, cosa que se logró frenar –ya es un hecho– para destinarlo al Museo Carmen Thyssen. Gracias, baronesa barcelonesa.

       Se seguirá haciendo cine en tanto el ser humano tenga cosas que contarse. Y habrá salas de cine, salvadas para el cine o para fines afines. Y mientras –en esa oscuridad parpadeante y cómplice– haya besos por prodigar, no habrá final. The End.

Black Espuma

       Si la culpa de algo se la queremos echar a algo, pues ese algo podría ser el presidente, el cambio climático, la religión, el comunismo, el capitalismo, los gringos, los rusos, los chinos. O la carestía, la inflación, la deflación o alguna celebración. Inculpemos pues, a la última de estas causalidades (caprichosas, como las casualidades) para decir que el último viernes del mes pasado fue el promotor del beneficio de unos pocos, y los muchos que creen beneficiarse, no son más que víctimas de las burbujas de los primeros, o las de ellos mismos. Y mismas.

       El “dichoso” Black Friday, como dirían los mayores, endosando el adjetivo en su acepción negativa. El dichoso rock, la dichosa minifalda, el dichoso cigarrillo, el dichoso móvil, el dichoso piercing. Pues la dicha de este bienaventurado viernes está ligada, según algunas fuentes, al Día de Acción de Gracias, el Thanksgiving Day, que se celebra en U.S.A. y pocos países más. Día (o noche) que se festeja según remotas ceremonias que tenían que ver con la ventura de las cosechas en Inglaterra y sus reinos. Dicha noche en la que viven su última jornada millones de pavos feliz y ambiciosamente horneados y hormonados, ungidos con salsa de arándonos tan rojos como la sangre. Se cuenta que fue Abraham Lincoln quien instituyó la fecha el último jueves de noviembre, luego Roosevelt (por razones comerciales ligadas a las compras de Navidad) lo trasladó al cuarto jueves y así –después de ser refrendado por el Congreso– hasta el presente.

       Hay días “negros” asociados a los días de la semana o a meses concretos, fruto de conflictos políticos, sociales o catástrofes financieras. Pero el día en cuestión, se le atribuye a que en los años 50 del siglo pasado, en Filadelfia, y dado que en Pensilvania la ropa y el calzado no tienen impuestos, un viernes después de Acción de Gracias, la policía la vio negra ante la avalancha de compradores y espectadores a un evento deportivo de fútbol americano. La ciudad colapsó y el aciago viernes se convirtió en good black para los comerciantes con escrúpulos o sin ellos, y para los compradores con dinero o sin él. Y así va la cosa (por ejemplo, con navidades desde octubre en Venezuela), el Black November es un hecho, con letreros, correos-e y webs desde mediados del mes. ¡Adelanto Exclusivo en la App!, ¡Todo al 50%!, ¡Últimas horas hasta el 80%!

       ¡Abajo el comunismo! ¡Viva el consumismo! Y yo no podía quedarme atrás. El pasado viernes 29 de noviembre salí de casa a las cuatro de la tarde. Había huelga de buses urbanos en Barcelona (divendres negre) y vi seres humanos muy anchos a causa de bolsas y bolsas a los lados, como las mulas de carga; felices, dichosos, ¡It’s Black Friday! No iba a comprar nada, sólo a reunirme con alguien que no me dejó pagar el té. Después me reuní con mi cómplice y fuimos a tomar una cerveza a un pub irlandés, pero antes ella compró una miniatura en un mercadillo navideño. ¡Sí! ya había empezado la Navidad, la noche anterior con el encendido de las luces. Así va la vaina, tal parece que nos anticipamos a todo, todo llega antes, todo vale menos o eso creemos. Siempre me he preguntado: si un pantalón que costaba tanto, ahora, el dadivoso empresario nos lo clava a la mitad y aún gana, ¡porque gana! ¿Tiene que sacar tanto rendimiento si puede venderlo por menos? Iluso, estará pensando alguien. En fin, que aquel viernes pagué dos cervezas sin descuento. La mía fue una Guinness. Negra, muy negra.

¡Guau o Wow!

       El primer perro que conocí era un setter o algo así. Un perro sabueso al que nunca vi faenar en las cacerías de papá y sus colegas, por allá en los años 70, que, por decirlo de alguna manera, era una caza responsable. Tengo una vaga imagen real de Ronco, que se confunde más con lo que escuché que por lo que vi. Para ser preciso, ese recuerdo se remonta a las fotos de familia, aunque él no pertenecía como pertenecen ahora los canes a las familias. "Perdón, di peludito". Era un perro que trabajaba en lo que sabía y recibía su recompensa. Y cuando no trabajaba se comía los zapatos de mi mamá, mordisqueaba los trompos de sus hijos, bajaba las sábanas de las cuerdas y se comía un galón de mazamorra con hueso al día. Y bueno, supongo que la señora de la casa soltaría el: o el perro o yo. Resultado, extradición a un campo lejano y caliente, donde aguardaría, en semi libertad, a su amo para las próximas capturas. Al cabo del tiempo, de aquellos parajes tórridos llegó la noticia de que Ronco había muerto. Y supongo, fue enterrado en algún rincón de aquella finca. “Uich, ¿no tienen las cenizas en casa?”

         Otros perros que sí vi eran los que vagaban por la casa de mercado de Pamplona, una edificación que fue convento, colegio, cuartel y cárcel. (Lo de cárcel es por las tres anteriores). Entrabas al mercado, una suerte de laberinto con múltiples salidas y entradas por donde iban orondos perros criollos, llamados gozques, husmeando por los rincones, encajando escobazos o insultos, buscando mendrugos, recibiendo un trozo de pan duro de cualquier dueña de puesto, en una libertad deliciosa y no exenta de riesgos. "Ñoñi, te he dicho mil veces que no comas cosas de la calle". O los veía en gavilla (lo comprobé hace unos días) por las calles detrás de una hembra en celo y -a veces- observaba cómo los amantes quedaban enganchados como dos vagones de tren en sentido contrario. Perros y perras orinando esquinas, peleándose con otros, mordiendo a alguien en respuesta a una agresión o porque portaban la rabia. Perros y perras en libertad, aceptando la aventura de la vida con todo lo que ella pone y quita. Seres sin cuenco para el agua y sin comida en balance, sin chip ni collar, ni guardería; canis lupus fmiliaris sin ley, andariegos y durmiendo quiensabedónde. "Ven Gordis, acuéstate con mamá".

         Pero esto es el pasado. Y lo pasado, futuro ya fue. Hoy, se calcula que en el mundo hay cerca de 250 millones de perros-mascota y 750 millones en total, lo que nos dice que hay un 75% de canes errantes. Y digo mascotas o animales de compañía, para no decir semihijos o parejas de hecho. Muchos de ellos encerrados todo el día esperando a sus amos y amas para mitigar sus carencias (las humanas) y anhelando ser tratados -o no- como un animal que siente, necesita, da y no quiere escuchar decir: "querida, es que sólo le falta hablar". También hay que decir, que estos animales también son la única compañía de gente mayor y que ahora -en España, por ejemplo- está prohibido dejarlos atados a las puertas del supermercado o la panadería, bajo amenaza legal de ser acusados de abandono, cuando el abandonado suele ser el mismo propietario.

         Pípol, la humanización de los animales está aquí. Me pregunto si en un tiempo estos seres nos mirarán como tontos, nos tratarán como a bebés, creerán que somos perritos. ¿Habrá perrerías human friendly? ¡Guau! ¡Arf! ¡Grrrrrrr!

Alumbrar o quemar al santo

         Hace unos meses participé de un coloquio en el que –entre otras vainas– se habló de cómo los escritores latinoamericanos (barra “as”) afrontábamos el hecho de escribir novelas utilizando el idioma español que se habla en cada país y si era entendido o no por los lectores españoles; si deberíamos mantenernos inamovibles o si nos abriríamos a utilizar un idioma más “neutral”. Ni lo uno ni lo otro y las dos cosas también. Depende, dijo Einstein.

         Si una historia sucede en el chaco boliviano y una anciana vende porotos, (así su padre le haya enseñado que se llaman kumanda en lengua guaraní) y un turista venido de Barcelona, Catalunya, Spain, le pregunta cuánto cuesta el kilo de alubias (así su madre le enseñara a decirle mongetas en lengua catalana), la historia peligraría, si quien escribe ignorara que se trata de aquella legumbre en forma de riñón y que en sus más de 400 especies también es llamada fríjol, fréjol, frisol, caraota, faba o habichuela. Eso sí, de ninguna manera pondría en labios del personaje: póngame medio kilo de phaseolos vulgaris, por inverosímil y pretencioso.

         Sabemos que los idiomas se mueven, se anquilosan, se parapetan, mutan, se enriquecen empobreciendo, se permean, se prestan los unos a los otros. Por eso las calles han sido asaltadas por brunches y pokebowls, y las oficinas por chief executive officers y content managers; por lo mismo que aún se pueden narrar historias en español-español (con sus contaminantes) como este fragmento que encontramos:

         “Esa noche había barbacoa. Él se ha puesto un vaquero y un jersey de lana cardada del color de las ovejas sucias. Ella lleva pantalones negros y una chupa roja que deja ver un sujetador oscuro y el perfil de dos pechos medianos. Qué frío, tío, dice ella, subamos al coche. Conduce tú, dice él, estoy hecho polvo. Ella toma las llaves. Ya sabes, con la izquierda oprime el embrague y ponlo en punto muerto, bromea él. Ella lo mira mal, enciende el coche, que ruge como un león perezoso. Se pone en marcha. ¿Trajiste las nubes? pregunta él; estaban en el aparador. ¿Y el beicon tampoco? Ella no le presta atención. Da marcha atrás, protesta el tipo; si no fuera porque me dejé el mechero, no regresaría al piso ni loco”.

                  Si –por ejemplo, sólo verbi gratia–  a un editor colombiano (de Pamplona) le diera por publicar ese bestseller (diga superventas, plís), la traducción para los locales podría ser:

         “Esa noche había asado. Él se puso un bluyín y un suéter de lana cardada del color de las ovejas sucias. Ella tiene pantalones negros y una chompa roja que deja ver un brasier oscuro y el perfil de dos senos medianos. Qué frío mano, dice ella, montémonos al carro. Maneje usted, dice él, estoy mamao. Ella coge las llaves. Ya sabe, con la gocha empuje el cloch y ponga la palanca en neutro, le mama gallo él. Ella lo mira mal, prende el carro, que ruge como un león perezoso. Arranca. ¿Trajo los masmelos? pregunta él; estaban en la alacena. ¿Y la tocineta tampoco? Ella no le para bolas. Eche reversa, rezonga el man; si no fuera porque me dejé el briqué, no volvería al apartamento ni de fundas”.

         Alumbramos al santo, o lo quemamos. Estamos contaminados o tan sólo nos acostumbramos a los préstamos. Nos entendemos o no. El idioma es amplitud, abundancia y también contención. Otra cosa es que haya escritores (barra “as”) que usen las palabras de siempre y construyan frases lampiñas, y lectoras y lectoros que prefieran historias con la cortedad de su diccionario.

Con teclas sí hay paraíso

         Creo no estar mal si digo que estamos ante la última generación que tecleó en una máquina de escribir, invento que duró alrededor de un siglo, desde sus primeros prototipos mamotréticos hasta los modelos eléctricos y electrónicos que contaban con pantalla LCD, algo de memoria interna y un tambor rotatorio entre otros avances atrasados, que fueron la antesala al computador personal.

         Desde que conocí la primera, o la primera que recuerdo haber conocido, la de mi casa, desde pequeño me pregunté por qué las letras y sus teclas tenían esa distribución tan anárquica. Debo decir que la máquina de mi casa era roja, bueno, es. La tengo yo, me la birlé. Es una Olimpia 69 y con ella hice trabajos de bachillerato, de universidad, escribí cartas, los primeros poemas y me acompañó a mi primer trabajo profesional (no había máquina para “el nuevo”), que fue titulando películas de cine y redactando anuncios para promocionarlas. Pero, ¿por qué las letras tenían que estar en ese orden? Con no pocas dificultades nos aprendimos en la escuela primaria el A, B, C, que justificaba el nombre de Abecedario, ese alfabeto que continuaba con la CH, ¡sí la che! condenada a destierro hace unos años junto con su dígrafo amigo, la LL. Es que encontrarse con el famoso teclado QWERTY y su etcétera lo entendí en secundaria, cuando en clase de mecanografía nos enseñaron, (bueno, yo no aprendí), a colocar los dedos de tal manera que (según sus inventores angloparlantes) se pudiera escribir más rápido la mayoría de las palabras, además de que alejaron las letras más usadas del centro del teclado para evitar el atasco de las barras de tipos, que con su percusión característica dominaron durante mucho tiempo las oficinas y las redacciones de los periódicos.        

         Lo que no tuvieron en cuenta Mr. Christopher Sholes y sus socios inventores (y no tenían por qué tenerlo), es el hecho de que para los hispanoescribientes más despistados, pusieron la V al lado de la B, lo que habrá generado toda clase de vurradas y no pocos bituperios contra los infractores ortográficos. O colocar la N vecina de la M, para que imcurriéramos en más errores inperdonables. Ni hablar de la “leprosa” y emblemática letra Ñ, aun no admitida en lenguajes digitales, pero que sí tiene su cupo en los teclados castellanos, a la derecha de la L. (Si la máquina de escribir la hubieran inventado en la edad media, tal vez habría existido la tecla NN, tal como escribían los copistas el sonido ¡ññññ!, tan singular).

         Dichas máquinas ya están relegadas a los museos, al desguace, a las páginas de internet que las intentan vender como reliquias de tiempos mejores, o están destinadas al personal romántico que las exhibe en su estudio o en algún anaquel principal, para explicar con las manos en la cintura “qué es eso” a cualquier infante curioso que pregunta “y eso qué es”. Me pregunto: qué hará la Señora Educación –que va más lenta que el aprendizaje­– con esa generación que ya nace con un teclado digital bajo el brazo. (Lo del pan es mentira). ¿Será necesario un teclado? ¿Será necesario escribir? Lo que sí podemos intuir es que el futuro parvulario universal, navegará desde sus cerebros, en parajes intramentales paradisíacos y no sabrá que hubo un instrumento que se llamaba lápiz y que, con una mano como herramienta trazaba garabatos que se llamaban letras sobre una superficie nombrada papel, en una danza de vueltas y revueltas que hilaban palabras, versos, insultos o suspiros, sin la necedad ni la necesidad de unas cuantas teclas.

Olímpicamente, no.

         Aunque esta nota fue escrita tan sólo seis días después de iniciar las Olimpiadas y diez antes de terminar, tal vez suene a trasnochada, o casi, porque cuando usted esté leyendo estas líneas, los Juegos de París, si no han acabado estarán en la recta final, acercándose a la meta, o llegando más alto, tal como reza el lema de la competición: citius, altius, fortius o más rápido, más alto, más fuerte (aunque altius en realidad es “más profundo”, ¿a qué deporte haría referencia?) Sea como fuere, se le sugiere al Comité agregar algunos latinajos al eslogan: chilletias, eternus, carisimum. No es que haya visto muchas competencias, pero una muestra marca una tendencia, como en las encuestas.  

         Chilletias, porque he visto estallar en llanto desconsolado y desconsolador a yudocas, triatletas, gimnastas y practicantes de la natación, aunque de estos últimos no sé si serían lágrimas o agua de la piscina o del Sena, que según cuentan la van a envasar en botellas ultraecológicas, para deleite del personal sediento; es decir, de cierto personal parisino sediento de que desaparezcan por fin tanto deportista sudoroso y sin perfume, y que al ingerir el H2O (y otras moléculas) ahí sí, lloren por la disentería y no por el hecho circunstancial de ganar o perder. Y que beban también esa caterva de turistas alelados, que no saben francés (nadie sabe francés si no es francés) y se quejan de que los locales son muy antipáticos.

         Eternus, porque, al parecer la primera competición de las justas es entre las ciudades organizadoras, que apuestan por cuál hará la ceremonia inaugural más larga de la historia. Solamente ver galopar a un caballo metálico surcando esas aguas con una gendarme encima y a lo largo de seis kilómetros desde el Puente de Austerlitz hasta llegar a la Torre Eiffel, fue una delicia, sin hablar del aguante que fue escuchar a Lady Gárgara, y ver a un bobo (perdón, debe ser muy listo) bailando sólo y que confieso no sé quién es, pero deseo saberlo, para ofrecerle un trago de agua. Y soportar otra vez –ya la cantaron en Tokio– Imagine de John Lennon; no sé si no nos hemos convencido de que los deportes supremos de la humanidad son las guerras y la desigualdad.

         Carisimum, porque París es carísimo. Siempre. Toulouse-Lautrec casi se muere de hambre (porque todo estaba carísimo), pero lo salvó la sed. Según los informes, los juegos 2024 costarán cerca de unos 4.500 millones de euros, cifra que daría para 450 millones de perros calientes con bebida, carísimos, aunque sean french poodle, que además son de origen alemán, o sea wurst o fankfurt, como se le dice en España. Qué enredo, pero esto del deporte va de banderas y países. Bueno y si nos da por un restorán así, así, pues de 20 no se baja y si tiramos altius en una brasserie, pues no desayunamos al otro día. Lo mejor es comerse dos helados que pueden costar 4€ cada uno. Baratísimo. Y si dormimos en hotel, o en hostal o apartamento turístico, ni hablar. O mejor ir al extrarradio, para pillar una cerveza a tres “lucas” o un cafecito a un euro si te lo tomas en la barra y citius, si no es que te atracan dos garzones muy fortius y ahí si la vaina sale cara.

         Cualquier me diría, ¿bueno, y para qué ve esas ceremonias si le molestan tanto? Pues olímpicamente le diría que no, que no me gustan, pero al menos la de esta vez me la vi completa, pues todo buen deportista de sofá merece su medalla.

¿Hay alguien ahí?

         Is anybody there? Diría un personaje de película estadounidense, cuando –por ejemplo– entra a un cuarto oscuro y la hoja de la puerta deja ver un haz de luz sobre un trozo de pared que no dice nada. Al siguiente paso, no sabemos qué va a pasar con el personaje. ¿Le estará esperando un malvado con un hacha de destazar pollos? ¿Una bruja barajando sus hechizos, bullendo sus bebedizos? ¿Tal vez, un niño acurrucado, muerto de susto, muerto de frío? O, simplemente, muerto. O una mujer “de película” que espera sin esperar a nadie, bajo una sábana de seda roja que en la oscuridad tiene el color de la sangre seca. O tal vez, por esas cosas del destino, a nuestro personaje, que podemos bautizar como People, le estén esperando un par de viejos cacrecos.

         Cacrecos, sí, que según el Diccionario de americanismos, la palabreja hace referencia a una persona vieja con sus facultades disminuidas. La puerta se abre del todo y allí están el par de vejestorios, con todo su derecho, ni más faltaba, que este artículo no va de edadismo, aunque de pronto. La luz del pasillo alumbra parte de la habitación donde están, frente a frente, en efecto dos señores mayores. Están sentados y la luz de un farol callejero deja ver los destellos de sus cabezas. Una blanca, como un merengue venido abajo. La del otro, como una alhaja antigua bañada en oro y en franco desgaste. Nuestro personaje se queda en el umbral y se sorprende que el par de ancianos no reparen en su presencia. Están alegando, por turnos. El de las claras de huevo batidas, vacilante, expone sus argumentos, muy preparados, que al parecer entran en saco roto. El otro, altivo, vocifera sandeces que son como verdades, porque las cree y si alguien lo escuchara, le creería. Nuestro personaje, cierra la puerta con cuidado y se va por donde ha venido, y cuando toma conciencia, se da cuenta de que ha sido un mal sueño, basado en la realidad. A true story.

         Una pesadilla, que People ha vivido despierto la noche anterior. Ha visto a un par de señores por televisión, uno de 81 y otro de 78 años, en un espectáculo que atrajo a algo más de 50 millones de personas. Llamarlo debate sería una exageración. Le calza mejor, altercado, gresca, forcejeo. Estas dos personas aspiran al cargo más influyente y poderoso del mundo, People debería hacerse algunas preguntas: En un país que se acerca a los 340 millones de habitantes, ¿no hay alguien con mejor competencia para aspirar al puesto, entre los dos partidos políticos imperantes? En un país que ostenta 377 Premios Nobel (sólo un dato, para ponerle drama al asunto), ¿habrá dos ciudadanos menos patéticos? En un país con 7 de las mejores 10 universidades del mundo, ¿no escupirá una alma mater alguien con arrestos para medírsele al reto? Política, my friend, me diría alguien más curtido. La gente brillante se dedica a mejores menesteres, diría la otra.

         Acerca del debate, una excandidata presidencial, en un artículo del New York Times, sugería a los espectadores “tratar de ver más allá del teatro… observar cómo hablan los candidatos acerca de las personas, no sólo de las políticas”. Pues en los 90 minutos que duró el pugilato, hubo más de coliseo que de otra cosa. Curiosamente los dos se enrostraron lo mismo, que habían sido “el peor presidente de la historia de los Estados Unidos de América”. Tal vez tengan razón. Y sin remedio, habrá que elegir entre esos dos… ¡Hey! ¡American people! ¿Hay alguien ahí?

Al fondo, a la…

         En estos tiempos pre-tórridos, cuando en el hemisferio norte empiezan a aparecer las pantorrillas como yucas, y los torsos piden sol, pero no tanto, y exigen bloqueador, pero sí mucho. En estos tiempos en los que el trópico llano continúa en su caldero eterno y el trópico de altura se debate en un dilema de identidad y de vestuario. En estos tiempos en que más al sur, la población agradece que los abrigos abrigarán y las bufandas ahorcarán. En estos tiempos, en que los habitantes de los polos se preguntan cuándo llegará la despolarización total. Sí, en estos tiempos que se aceleran y se acaloran, y en el mundo, sus gentes y sus dirigentes se han instalado en la polarización, no sólo desgastan la palabra, sino que se ha creado una atmósfera infecta, un clima de bochorno y de afrenta permanente.

         Elecciones claves que se avecinan, declaraciones y exabruptos de líderes, hambrunas y guerras por allí, refugiados por allá: lo de siempre. Facebookazos en la mañana, equisazos (léase trinos) en la tarde, hipueputazos (con perdón) todo el día. La llamada polarización. Esa palabrita, que entre otras cosas ya recoge la Señora RAE, que sigue saliendo poco a la calle, toma café en El Retiro, se las da de moderna, añade, quita y vuelve a su encierro. Y su forma verbal, por supuesto que también está: Polarizar, que en su tercera acepción dice: “orientar en dos direcciones contrapuestas”. Ahora, si bebemos de la etimología, nos remite a su origen en la física y la componen: polus, (polo) e izare (convertir en). Y si acudimos a otra señora (María Moliner) que, en su Diccionario de uso del español, como siempre, nos da mucho más y dice: “dirigir las ideas u opiniones de un grupo humano hacia polos opuestos”.

         En fin, después de media columna sin decir mucho, lo que se quiere señalar es que, en esto de la división de opiniones, pues ya no existe ni división y mucho menos opiniones. A la División sería mejor llamarle Sectarismo (palabra olvidada con práctica extendida). Y las Opiniones, pues digamos que ahora son Dogmas. La mitad dice Pe, la otra mitad –por acto no reflejo– clama Pa y la otra (porque la hay) dice Po, pero cada vez la escuchan menos. Si te oyen decir “x” cosa, eres un Facha, o por lo menos un Reaccionario. Si te escuchan decir “y” cosa, te tildan de Rojo, de Comunista internacional. No hay debate, hay crispación (otra palabrita abusada, la pobre). No hay planteamiento, hay confrontación. Y los guantes puestos –no los que citaban a duelo masculino y matutino–, sino los de boxeo, que son unisex y nos pasan los rounds el día entero. En esta esquina, la Derecha, y en esta otra la Izquierda. En la opuesta, la Ultraderecha y en la del frente, la Ultraizquierda. Trompadas van y trompadas vienen, y el público, que ha tomado partido, vocifera, enceguece, abuchea, ultraja, odia, queda vacío y pierde sin darse cuenta.

         Y los púgiles electos van cambiando, y las guerras se enquistan, los refugiados bostezan y la democracia también, pero de tedio. ¿Se ha visto? Al final no se dijo gran cosa, o alguna, pero fútil. Es que de eso se trata, decir nada para que se crea que se dijo. Y callar para que todo el mundo ensordezca. Sigan, pues, al fondo a la derecha, o a la izquierda. En cualquiera de los dos lados pueden dejar sus detritos. Los polos opuestos se atraen. Física pura. O como decían los niños groseros del colegio: la misma Mi… con distinto Cu…

Dame una guerra

         Palestina era el nombre de un almacén de telas de la Calle Real de mi Pamplona, la de Colombia, la muy noble y muy leal, según Carlos V. Esos comercios, como otros tantos de similar índole, estaban a lado y lado de LaCallerrial, como se le dice aun, para ahorrar espacios inútiles. En su momento –y dada la presencia de inmigrantes del Medio Oriente– a ese espacio de tres cuadras también se le llamó el canal de Suez y fue ocupado por género y ropa para dama y caballero, regentadas por palestinos, sirios, libaneses (y si no estoy mal, algún egipcio) a quienes –despectiva o cariñosamente–, se les llamaba turcos; gente afable, trabajadora, y para algunos locales, demasiado trabajadora. De primera generación, de segunda, unos católicos, otros conversos, otros fieles a sus ancestros culturales o de religión y no menos ladinos que un andino de ruana o de corbata. Llegaron por la costa atlántica y una minoría subió por el río Magdalena para asentarse en algunas latitudes del país.

         Inmigrantes de muchas partes pero de una sola, Turquía, según la oficialidad. El apelativo era (y es) un fenómeno latinoamericano, pero obedece a que cuando se produjo la primera diáspora a finales del lejanísimo S.XIX, aquellos territorios pertenecían al imperio otomano, y todos fueron metidos en un mismo saco por razones prácticas o de ignorancia flagrante. Curiosamente, al contrario que la mayoría de Latinoamérica, Colombia fue el país menos receptor de esta inmigración, por una serie de normas obtusas y un sistema de cuotas xenófobas y racistas. Y como no era de esperarse, pero llegó, la I Guerra Mundial hizo su aparición y los imperios imperantes empezaron a caer y muchas familias o cabezas de familia europeas y mediorientales, salieron en buques hacia América. Gente que llegó a donde llegó con sus tradiciones, con su religión, con su empuje, con el fardo de llegar a lugares extraños, sin dominio del idioma y el repelús que causaban. Toda migración implica un dejar y un llevar. Un desgarro en el que los jirones quedan repartidos entre la tierra que abandonas, el camino que transitas y el lugar que te recibe. Y la segunda tanda de origen árabe llegó con la segunda guerra y su final, cuando los imperios de turno se repartieron el pastel y fue creado el estado de Israel sin hacerlo con el palestino. Se deshicieron de un monstruo y crearon otro.

         Y llegó la guerra de los Seis Días a mediados de los sesenta, y las intifadas, guerra del Líbano de por medio; la repetición de la repetidera hasta el día de hoy, cuando una agresión absurda llevó a otra demente, y en la tierra de Abraham, sus hijos vuelven a la pelotera desigual. Los palestinos que no han muerto, se verán obligados a salir de sus tierras a fundar ya no una tienda de especias, una de telas, un restaurante. (Ya no hay buques trasatlánticos, sólo aviones para quien pueda). Será una tienda de campaña, un cambuche humanitario, mientras los colonos cimientan contentos una nueva urbanización.

         Dame una guerra y te diré quién eras. Las guerras, un invento humano propiciado por la ambición y la pequeñez a partes iguales. Hoy las tenemos por oleadas, unas que se perpetúan de aburrimiento como en Siria (pasó de moda, por fortuna para su dictador); o se asientan en la tozudez de un líder con la pretensión de pasar a la historia como un little Stalin, o el otrora perseguido y diezmado pueblo israelita aplastando a su vecino, a la cabeza de otro pistolero inamovible. Mucha tela por cortar…

Páginas de olvido

         Como miles o millones de personas adeptas, encargué un ejemplar de En agosto nos vemos, la novela póstuma de don Gabriel García Márquez. Otras tantas irían a las librerías para hacerse con la historia de esta mujer que, desafiando la sentencia del Nobel, "uno viene al mundo con sus polvos contados", decide ir a aquella isla y pescar un hombre cada mes de agosto, mientras lleva flores a su madre fallecida. (Algunos impulsos no parten de decisiones).

         Bien, pero no la voy a contar. La cuenta mejor el Gabo dubitante que la escribió y el editor que buceó para entregarnos la mejor versión posible. El caso es que me llegó el libro, el prometido 6 de marzo y detuve toda actividad, como si me hubiera llegado un sobre de Hacienda. Me entregué a la lectura, no sin prejuicios y recelos. Al llegar al final de la página 106 y al inicio de la siguiente leí: "Su mayor ansiedad, sin embargo, no eran las dudas / ginas del libro la ignominia del billete de veinte dólares..." ¡Qué! Otra vez: "Su mayor ansiedad, sin embargo, no eran las dudas / ginas del libro la ignominia del billete de veinte dólares...". Llevé la vista abajo y vi el número 111. Saqué la calculadora de dedos y la cuenta me dio cuatro. ¡Cuatro páginas, le faltan cuatro páginas! Busqué hacia adelante por si había más accidentes como ese y no. Ya eran suficientes como inaceptables. Mi siguiente pregunta fue: ¿será que todo el tiraje salió mal? De ser así, se va a armar una grande. Como sabía que un gran amigo esperaba su libro, elevé cuita interna para preguntarle si lo tenía completo. No sólo lo tenía íntegro, sino que ya lo había terminado. Le pedí entonces que me enviara fotos de las cuatro páginas de olvido para poder terminar la lectura.

         Puse queja por email, por intraweb y por teléfono al remitente, algo así como por agua, tierra y aire. A los dos días vinieron a recoger el libro fallido. Entonces escuché la voz, esa que todos tenemos, y me dijo: "oiga, ¿y si ese ejemplar es único y dentro de poco o dentro de mucho va ser pieza de colección y puede venderse a precios obscenos?". No la escuché. No sirvo para esa clase de esperas ni esperanzas. El mensajero timbró, le abrí y se lo llevó. Al par de jornadas regresó el mismo emisario. Le pedí esperar. Abrí el libro y comprobé que estaban las cuatro páginas. También revisé el resto como una máquina que cuenta billetes y hasta donde los ojos dieron, todo estaba correcto. ¿Usted lee novelas? le pregunté al tipo, con la intención de regalársela. No, dijo con naturalidad. Nos despedimos. (Algunas intenciones no llegan a decisiones).

         Fui a la biblioteca y metí En agosto nos vemos en la sección correspondiente, sin olerlo siquiera, con todas sus páginas, o no. Extraña sensación. Ya lo tenía, pero era otro libro, sólo una posesión, un ejemplar que tal vez no leeré, aunque leída está la novela. Tal vez por curiosidad o por ausencia de recuerdo, (¡oh Gabito extraviado!) algún día remoto vuelva a abrirlo y al llegar –si llego– a la página 106, ya no sepa que a aquel ejemplar le faltaron la 107, la 108, la 109 y la 110. Tal vez habré olvidado que pudiera haber sido una joya para la venta. Tal vez no recordaré que el autor expresó su deseo de destruir el manuscrito, aunque él tampoco llegó a consumarlo. (Algunas intenciones se nutren de impulsos y otros son los que deciden). Páginas de olvido.

Tropical fruits

         Entre los doce y los dieciocho años acompañé a mi mamá para “hacer el mercado”, o sea, la compra, y ella me invitaba a un jugo de fruta. El mercado se hacía los sábados y el sector de las frutas era un estallido de color y de una algarabía controlada. Los puestos eran regentados por mujeres sonrosadas y alegres, que exhibían los frutos del trópico y de Los Andes pamploneses, como en una suerte de La Boquería barcelonesa, pero con luz natural y sin turistas en masa. Un pasillo de ventas idénticas, separadas por paredillas blancas, como los palcos de los estadios de tenis, y que a falta de bolas, mostraban todas las formas y la paleta de color de todos los pisos térmicos del país. Guayabas, patillas que son sandías, lechosas, que son papayas, bananos o habanos, guineos, cambures; naranjas de tierra templada, moras de tierra fría, higos, piñas, peras, uvas del sur del mundo, manzanas de quiensabedónde, curubas, maracuyás, granadillas, chirimoyas, guanábanas, nísperos, zapotes y lo dejamos en la letra zeta para no alargar la lista.

         Yo pedía jugo de durazno, rarísimo si lo pienso ahora, pues era cocido, como una compota líquida y fría. También me gustaba el de curuba, pero hecho en la casa. ¿Que qué es la curuba? preguntará algún/a lector/a ajena a latitudes tropicales. Es un fruto andino, alargado y redondeado, como un proyectil amable. Amarillo por fuera y anaranjado por dentro. El zumo lo preparan con leche (con agua, tiene un sabor astringente) y comerla cruda es una aventura agridulce, si no se le tiene “cosita” a morder las semillas. Quienes viven en Europa o en U.S.A., tal vez conozcan algunas de estas joyas, pero con nombres comerciales o científicos, los unos y los otros tan legítimos como repelentes. ¡Uy, uchuvas! dije sorprendido algún diciembre (sólo en diciembre aparecen en las fruterías y los supermercados). Physalis, dijo la dependienta muy sabionda. No compré. No porque me hubiera incomodado (que sí) la clase de botánica, sino porque son carísimas. Lo mismo pasa con mangos, moras, lulos, aguacates; están a precio de oro y en el trópico muchas veces se pierden por los suelos.

         Si preguntara por maracuyá, tal vez me responderían: fruit passion, Darling, o, fruta de la pasión, guapo. ¿Será que a los exportadores les da vergüenza llamar a las frutas como son y se doblegan al English, al latín? (A propósito, cuando se encuentre con una curuba, diga banana passionfruit). El maracuyá (no “la”) se llama así y sus zumos, sus postres o sus cocteles deben saber -—además de licor— a maracuyá, o a parchita o a otros nombres más auténticos y aborígenes. Este proviene del tupí, una lengua indígena brasileña, y es el fruto de una enredadera llamada pasionaria, cuyas partes de la flor, al ser observada por los observadores y bautizadores europeos, les evocó la pasión de Cristo, además de su color morado, tan de Cuaresma y Semana Santa. Entendible. Y consumible, como todas las frutas, vengan de donde, vengan y llámense como se llamen, estén de moda o sean de toda la vida.

         Y ya que pasamos por Brasil (el segundo productor es Colombia), aparece el re-influencer açaí, fruto de una palmera que ha revolucionado los brunches borrego-domingueros y que en las calles de Río o Bahía es una fruta más para hacer sucos o vitaminas. Eso sí, alegra mucho que en un bowl (no diga cuenco, Darling) con este superfruto se pueda encontrar el equivalente a medio filete de carne, diez cucharadas de arroz, un lingote de hierro y dos tabletas de Viagra.

Tu tatoo

         Hace unos días, por pura carambola me encontré con una serie de televisión de principios de siglo. Es la historia de una familia de funerarios de Los Ángeles que –entre episodios negros, risibles y escabrosos– nos enfrenta de manera mordaz con los rituales de la muerte y la manera como nos comportamos ante esa Señora. Después de despachar cuatro capítulos de un tirón, recordé el caso de otra familia, esta real, que lleva una funeraria en Northfield, Ohio y que, entre los servicios habituales de embalsamamiento, maquillaje, traje de madera (como diría don Sabina) entre otros, ofrecen recortar e inmortalizar los tatuajes de quienes viajan al más allá, para solaz y sosiego de sus deudos.

         A todos nos toca lidiar con los muertos, poniendo el pecho o huyendo; haciendo duelo, luto o lo que sirva para sobrellevar la pérdida, arrastrando eso sí con los lastres culturales o de religión. Y los que están del lado del bísnes –más que legítimo– se las ingenian para sumar servicios y emperifolles para que la pena se traslade al bolsillo. Cuando nos toque el turno, que tocará, los que nos despachen se las verán con el catálogo de urnas, cofres, flores, sufragios, cintas, fotos, coches, camposantos, nichos, hornos, además de los oficios tras bambalinas, que si nos descuidamos, irán en el paquete en riguroso streaming. Si la idea de los señores de Ohio se extiende al mundo, y si la gente tiene un lugar en la pared o en alguna vitrina de casa, los familiares podrán conservar nuestro tatuaje como la obra de arte que es, si es que nos dio por teñir el lienzo de la piel con nuestras pasiones o con nuestras tonterías.

         El tatuaje ha sido una expresión humana más vieja que el hilo negro, como dicen por ahí. Se tiene registro que desde el neolítico –y claro– en el antiguo Egipto, en Japón, en la Polinesia, América o en África, se ha cultivado con técnicas varias como la tintura, el corte, la costura o la quemadura, por no hablar de las artes adjuntas como las perforaciones, piercings y toda suerte de abscesos y cuernos subcutáneos. Y por supuesto, se ha practicado con propósitos rituales, místicos, de castigo, estigma, o por puras razones estéticas, de vanidad o vicio. Ya en la actualidad, la cosa es a otro precio y a otra escala. Hay tatoo shops, tatoo studios y tatuajerías en cada manzana, como panaderías o peluquerías. Y verdaderos artistas que con sus tintes, punzones, motores y talento tienen a disposición los dos metros cuadrados de papiro del homo sapiens. Hay récords, extravagancias, sutilezas, todos muy preciados por quienes los portan y por quienes los soportan. Hay personajes de toda índole, que los ostentan en sus torsos, bíceps, cara y otras partes más ocultas. Como el que se tatuó 848 cuadrados muy negros sobre su piel muy aria, o el que alardea tener tatuado el 95% de su cuerpo. Ni hablar de los futbolistas, que supongo, entrenan en la mañana y emplean el resto del día enchufados a los videojuegos o a la aguja del tatoo.

         En fin, cada quien con sus gustos y con sus taras, con su dinero y con su manera de recordar o querer ser recordado; en una foto, un holograma, un altar con las cenizas. Pero si perpetuar la piel tatuada es una opción, por qué no enmarcarla y colgarla en la sala o en la cabecera de la cama. Nada como ver cada mañana esa rosa en el pecho, el nombre del ser amado en la planta del pie, ese jaguar en la entrepierna…

Buenas Nuevas

         Cada año pasan muchas cosas. Las que pasan de verdad, las que nos cuentan a medias y las que pasan ocultas o pisoteadas por los malos acontecimientos. Consultados varios medios de comunicación internacionales, las buenas noticias no faltan y son, si se quiere, un bálsamo para “nuestra pobre humanidad agobiada y doliente”, como reza la Novena de Aguinaldos, tradición grancolombiana que por estas fechas festeja la noticia más difundida en el llamado Occidente, que no es otra cosa que el oriente de Oriente.

         ¿Cosas buenas para quién? cabría preguntarse. Pues las que influyen en positivo a una mayoría, podría responderse. Como que la deforestación de la Amazonia se ha reducido, gracias a que el gigante brasilero pasó a manos más sensatas y es de esperar que quienes piensan al revés, entiendan que arrasar esta selva impacta a todo ser vivo, incluso –por ejemplo– a un pescador que vive en Camboya y no sabe qué es la Amazonia.

         Han pasado cosas nimias, pero no tanto, como que las salas de cine reencontraron su público y se niegan a desaparecer; así como persiste la radio o el hablar mirándose a los ojos. El efecto “Barbieheimer”, dos películas basadas en fenómenos no muy edificantes, pusieron en pantalla historias que atraen por lo fútil o por lo inútil. Muñecas y muñecos en mundos prefabricados, o la fabricación de juguetes para acabar con el globo globalizado. La gente vuelve al cine, eso está bien, sobre todo si se aprovecha la oscuridad para besarse.

         De la COP28 llegaron promesas difusas, que al menos abren ventanas al optimismo, como el del vaso medio lleno, siempre y cuando quede agua. Veintiocho reuniones acerca de la “agenda climática” que pretende reducir las emisiones, estabilizar en incremento del clima, evitar la subida de los mares, abandonar los combustibles fósiles, impedir la desaparición de la niebla, bla, bla, bla. ¿Utopía? Quizá. Se seguirán haciendo esfuerzos, pactando pactos, acordando acuerdos, pero lo deseable sería que se cumplan pronto y no esperar a que la COP100 se celebre en las playas del Himalaya.

         También el 2023 dio paso a recordar efemérides. Buceando en Internet, se encuentra la conmemoración de los 60 años de “Please, please me”, el álbum que desató la beatlemanía; o los 30 años de la muerte de Pablo Escobar, que desató otra clase de manías, o los 50 años de la primera emisión del Chapulín Colorado. Es propio aclarar que el influjo de esta suerte de héroes agrade o no al personal de la galaxia; es cosa de cada quien y de cada cual.

         Buenas Nuevas como las que abre la ciencia, que no se detiene y se empeña en arrimar el seso en campos como el de la salud. Por ejemplo, se han hecho adelantos en el tratamiento de dolencias como el Parkinson, descubriendo un diagnóstico precoz o la implantación de neuroprótesis; asimismo la creación de un fármaco experimental para un tipo de leucemia que alienta el futuro de muchas personas así falte tiempo para que se hagan realidad y sean asequibles.

         Y una última, el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a Narges Mohammadi, activista iraní, que desde la cárcel sigue porfiando frente al dislate opresivo de los dirigentes de aquel país contra la mujer y los derechos de sus ciudadanos. ¿Sirve de algo? ¡De mucho! ¿Cambia las cosas? No tanto.

         Noticias alentadoras para la Tierra, para el entretenimiento, para el bienestar, para la paz. Paz, ¡qué gastada está la palabreja! La paz –como las Buenas Nuevas– empieza cada mañana cuando nos miramos al espejo: de frente y con la cara tal cual.

No News

         Muy de nuestro tiempo son las fakenews, los memefakes, los IAfakes y todo lo que se ocurra a la gente para difamar, hinchar o simplemente tomar el pelo a su adversario o a quien quiera recoger el guante y se lo plante.

         He rescatado cuatro noticias viejas, que ya no lo son, pero que lo pudieran ser por el sólo hecho de que tienen un tinte, por lo menos, curioso y sin las salpicaduras de la actualidad que nos aplana tanto. Son hechos reales, de los que se toma su esencia informativa y se desvirtúan con humor y otras sustancias, como se haría en un corrillo o durante el break del café. La pretensión no va más allá de que el público lector que me acompaña (escaso, por demás) se refresque con estas grageas libres de contraindicaciones y sin efectos secundarios, sobre todo si es diciembre.

         . Un ciudadano francés fue condenado a pagar una indemnización de 10.000 euros a su ex-esposa por "ausencia de relaciones sexuales durante varios años". (Fue en 2011, ¡cuánta plata!). Aunque el condenado argumentó problemas de salud y la acusadora no cuantificó la frecuencia deseada, el tribunal de Aix-en-Provence –ante el vacío jurídico francés– tomó la determinación basándose en “los deberes del matrimonio” incumplidos por el incumplido. En consecuencia y en días posteriores ante el mismo tribunal, se presentó una madame, regente de una casa de citas de la localidad reclamando deudas por el doble de la cifra citada y que el monsieur (muy solvente físicamente) se ha negado a pagar durante años alegando física insolvencia monetaria.

          2ª. Hace diez años, científicos del Hospital Central de Leeds, Inglaterra, alertaron sobre la inminente extinción del Phthirus Pubis, insecto conocido en los bajos mundos como ladilla. El estudio concluyó que el declive en dicha población lo había causado la moda endémica de la depilación púbica humana. Ahora que la devastación forestal –entre otras ruindades– incrementa el célebre calentamiento global, preocupa que un animalito más se pierda por los efectos erosivos de unas pelvis vanidosas y calenturientas. Hoy en día, al parecer, por influencia del porno online la cosa se ha agravado al máximo, a tal punto de que un colectivo de portadores proteccionistas de la criatura, han decidido, además de mantener sus bosques pélvicos frondosos, dejar de rascarse alrededor de una semana para que la docena de huevitos de mamá ladilla y un vínculo de coexistencia de más de tres millones de años no se rompan.

          3ª. Posando de turista y con reincidencia, el señor Hans Kubus, en su visita a New Zeland, fue sorprendido en 2017 por las autoridades aeroportuarias con “44 ejemplares de siete especies protegidas de lagartos” envueltos en un pequeño paquete escondido en sus calzoncillos. La detención se desarrollaba sin contratiempos hasta que –según lenguas viperinas– se sintieron unos gritos espantosos dentro del cubículo aduanero. Los bramidos eran emitidos por el traficante de nacionalidad alemana, que luchando con una agente del orden, trataba de impedir que ésta le arrancara de su cuerpo el reptil N° 45, el más grande del lote.

          4ª. En mayo de 2008, en un anuncio milagroso de aquellos, una chica X visitó al especialista y este le recetó una dieta que resultó muy eficaz. En su momento pesaba 63 kilos y tres meses después alcanzó los 52 sin ningún problema. Cualquiera podría calcular que si redujo más o menos un kilo por semana, siguiendo una progresión lógica –sin lugar a dudas– miss X extinguió su último gramo en algo más de un año y se encuentra desde entonces en modo fantasma y absolutamente feliz… ¡FELIZ NAVIDAD!

Chino burro

En traducción simultánea directamente del colombiano andino, esto sería: niño tonto. Pero si transliteramos a ideogramas sería: ciudadano chino bruto, o incivil como diría la señora RAE.  Pues –noticia vieja– resulta que gracias a la sempiterna sabiduría china, los chinos de la China están acabando con los burros del planeta tierra, pues se desconoce presencia de borricos fuera del orbe. Cabría preguntarse: ¿qué no se comen los chinos? ¿qué no se untan? ¿qué no fabrican? Están arrasando con su población de burros y burras (la igualdad por delante, como en el refrán) y han tenido que acudir a otros países donde otra clase de bestias, los roban o los cazan y los llevan a mataderos insalubres. ¿Para qué? Para arrancarles la piel y ofrecer a la gran masa oriental, productos contra el envejecimiento y a favor de la potencia sexual, entre otras maravillas.

         Hace cuatro años (pasan cosas extrañas cada cuatro años), la organización The Donkey Sanctuary publicó el informe Under the skin donde se demuestra la crueldad, la sevicia y la avaricia del ser humano frente a estos animales y perjudicando a las gentes campesinas que los utilizan como medio de transporte o como compañeros de labores en todo el mundo. Se estima que el número de Equus africanus asinus o sea, asnos, borricos, jumentos o pollinos está sobre los 50 millones de ejemplares, población cercana a la de países como España o Colombia. O sea, que si se quisiera repartir burritos entre la población china, pues le tocaría a cada congénere unas 28 unidades, tal vez muy pocas para cubrir tanta vanidad. A estas alturas alguien podría endilgarme que voy contra los chinos. Pues no. Tengo que agradecer al pueblo milenario, la pólvora que gasté de niño y la que quemé de borracho; algunos decilitros de tinta y muchos kilómetros de pasta. Brújula nunca he tenido (los burros vienen con una incluida) pero tengo Google Maps –gracias Papá-Goog, Deus infinitum– y además contribuyo a su economía comprando en un Todoacién donde la señora me entiende sólo cuando voy a pagar. Tampoco finjo de defensor de los burros (hay adalides en esas) lo que no significa que no les tenga aprecio. En realidad, mi relación con la especie ha sido escasa, y se remite a pocas experiencias. A falta de haber montado en burro, alguna vez conviví con una burra que en lugar de brújula tenía reloj despertador. En otra oportunidad regalé una y me la devolvieron por razones de supervivencia, no de la burra sino de la agraciada. Y por último, me remito al recuerdo de un viaje remoto a las llanuras araucanas, donde me ofrecieron deleites innombrables con una pollina de pestañas abundantes, pero decliné la cortesía.

         Se sabe que el humano atribuye a los animales virtudes y debilidades para achacárselas a otros humanos y el burro no se escapa, aunque corra; Goya, Cervantes, Lucio Apuleyo o Shakespeare se sirvieron muy bien, por ejemplo. Y para ir más lejos, quienes veneran a Jesús o a Mahoma re-saben que ellos confiaron su nalgatorio a esos seres tan tercos. En fin, que desde los tiempos del moco tieso, se usa y se abusa de este y otros muchos animales en beneficio de la humanidad. Pero otra cosa es amenazarlos con su desaparición. Por cierto, hablando de extinción y prejuicios colectivos, en Colombia se acaba de comprobar que hay una especie inmune a cualquier práctica aniquilatoria: han sido electos (pasan cosas extrañas cada cuatro años) más de 20.000 cargos públicos, que –esperemos– no deleiten a su insigne pueblo votante con mil y una burradas.

Trilogía de la Virtud

         Tumbar un árbol. Robarse un libro. Pegarle a un niño. Así podría parafrasearse-desvirtuarse la cita atribuida al poeta y héroe cubano José Martí, donde se asevera que toda persona debería sembrar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. Ignoro dónde fue consignada dicha sentencia, pero sí se puede decir que la soltó en el último tercio del siglo XIX, cuando sembrar un árbol no tenía las implicaciones que podría tener hoy. Sembrar un árbol en Cuba en esa época sería loable, dadas los inmensos terrenos que fueron destinados décadas antes para el cultivo de la caña de azúcar. Pero a esas alturas de la humanidad ni de la isla, nadie pensaría que se trataba de un acto para salvar vidas y hasta un planeta. Según la FAO en las últimas dos décadas se han devastado cerca de 180 millones de hectáreas de bosques, cifra que no nos cabe en la cabeza si no se compara con algo palpable. Por ejemplo, sería el área de algo más de 16 Cubas (incluyendo Guantánamo y sus secretos). Otro dato: según los bosques que aún quedan –y si este fuera un mundo equitativo– le correspondería a cada habitante 0,52 hectáreas, un paraíso más pequeño que un campo de fútbol.

         Robarse un libro. Ya se había tocado este tema hace unos meses, pero valga agregar que habrá quien robe libros y no los lea, y quien rechace leerlos porque le roban tiempo al teléfono móvil. Eso de escribir un libro como un deber, como algo que debería hacerse “antes de morir”, como dicen algunos hacedores de listas, es un listón muy difícil de lograr. Escribirlo, ya sea de ficción, ensayo, biografía y todas las hibridaciones posibles, ya de por sí implica una gran dificultad. Y qué decir de poderlo publicar. Habrá tantos manuscritos en los cajones como árboles en los bosques, que entre otras cosas se talan para hacer libros. Ya me dirá alguien, pero son bosques sostenibles. Bueno sí, se renuevan y sostienen a mucha gente, entre otros, a no muchos escritores. Y así hoy sea muy fácil autopublicarse (cosa que le molestaba tanto a las editoriales, que los más grandes conglomerados han montado sus plataformas de autoedición), el camino de encontrar lectores no lo es, por que un libro sin lector es como un lector sin libro.

         Y la última: pegarle a un niño. Se calcula que hasta 1000 millones de niños en todo el mundo han sido agredidos de manera física o emocional, o fueron objeto de abusos sexuales o abandono en el último año, según los calculadores que lo calculan todo. Uno se pone a hacer cómputos (otra vez): ¿mil millones de niños? Todas esas criaturas puestas en fila, juntitas, quietitas, pues las podríamos acomodar en 160 hileras de 1.250 kilómetros, a lo largo de Cuba, unidad de medida de esta columna. Un coscorrón, una nalgada, con todo lo vil que pueda llegar a ser, se queda corto ante el maltrato sostenido, a la explotación laboral, la trata o al comercio sexual, prácticas que están lejos de poder ser controladas. Hay mucho blablablá y “agendas” de la OMS y otros organismos, pero si la desigualdad, la deseducación y el hambre siguen talando vidas como una motosierra, esto es imparable.

         A ese ritmo –aunque se estén haciendo esfuerzos no suficientes– estas tres virtudes harán de las suyas en pocos años. No habrá pulpa de celulosa para hacer libros robables, ni ganas de procrear bajo el bosquecito de un solo árbol que nos toque en suerte.

La frontera

         Y yo que viví tantos años, tantos años como perdí,..., escribió Alfonso Reyes, en un poema titulado Morir. Seguramente algunos de quienes leen estarán por pisarla y otros ya la han franqueado. Y a otros les faltarán, años más años menos para arribar. Hablo de la frontera de los sesenta años, no la de la muerte, que es ignota y se antoja fascinante. Se trata de los 60, la década LX (y XL también), que se nos presenta como un número redondo, significativo, así como sentimos especiales los 50 o los 40. Al llegar a los cuarenta, por ejemplo, ya no nos queríamos comer el mundo como cuando adolescentes. Es más, a muchos se nos atragantó la fecha, otras lo rumiaron demasiado y algunos apenas lo habrán digerido. Esta década es la mejor, escuchamos, lo alcanzamos a intuir o lo proclamamos. Tal vez porque no contamos con que esos 120 meses (quién sabe cómo, quién sabe a qué horas) pasan como un rayo y apenas nos damos cuenta de que ya pisamos el medio siglo. Y claro, para evadir la cifra nos inventamos una fiesta especial. Celebrar ¡los 50! con la pretensión ilusoria de marcar algo así como la mitad de nuestra vida, otra frontera.
         Llegar a los 60 es aterrizar en arenas desconocidas, por no decir fango. Es ese momento en el que no se te considera un anciano, pero tampoco te cabe el remoto adjetivo de joven. Estás entre dos aguas. Entre lo que fue y se difumina, y lo que viene entre la niebla. Puedes tener más o menos inflada la chequera (¿quedan cheques?), más o menos asegurada lo que llaman vejez, pero lo cierto es que a todos nos aguardan los cambios. Variaciones que, aunque ya vienen sucediendo, se acentúan o se hacen evidentes. Porque te das cuenta, porque te los enseña el espejo o porque te los enrostran. Es ese momento en que tu geografía se llena de puntos rojos o bultitos pardos como indicando ciudades. Manchas representando lagos. Lunares como volcanes. Hendiduras en la piel como ríos secos, como deltas resecos. Hablando más claro: floración de verrugas, manchas cutáneas y en las manos, dilatación de la próstata en los varones y vacilaciones sexuales en las mujeres.
         Bueno, ¿pero será todo tan malo? ¿Habrá algo grato “allende aquestos confines”? como diría algún poeta añejo. Claro que sí y claro que no. ¿Nos cederán el paso en el ascensor, en el autobús, a la entrada del club? Tal vez. Y tal vez nos moleste. ¿Acaso te parezco un viejo? Hijo, si estoy enterita, dirá la otra. ¿Los más jóvenes verán en nuestras calvas y en nuestras barrigas, pistas de lucidez, de experiencia acumulada? Quién sabe... De pronto escuchen nuestros recuerdos rancios, nuestras anécdotas repetidas. Sí, pero no tanto o con tinte de conmiseración. Tal vez nos claven los nietos los viernes por la noche. Seguramente nos despierten los fantasmas en la madrugada. O las culpas, o los deseos truncos, o los polvos perdidos, o los enemigos encontrados. Y todas, todos, (queriéndolo o no) aguardando el número de la rifa, el que dañará el mecanismo y nos lleve al lindero final.
         A cada instante se cruza una frontera, como un retén sin retorno, como una porcelana rota que nunca volverá ser la misma. ¿Apelamos al relamido carpe diem? Pues sí, pero lo justo, sin olvidar los retrovisores y poniendo la mano en visera, a ver qué viene. Para rematar este canto aciago cito otro verso, este de Piedad Bonnett: ¡Ay! Aquí está la vida y yo viviendo. / Y detrás va la muerte agazapada.

Ir o no ir...

         He ahí el dilema. Irnos. Desconectar. Descansar. De acuerdo con la situación geográfica, cientos de miles de personas por estas épocas están pensando en salir de vacaciones. Y otras estarán regresando. Y otras, pensando en las próximas. Las vacaciones, ese “descanso temporal de una actividad habitual” además de un derecho adquirido por la gente trabajadora, es para muchos, todo lo contrario: una oportunidad para conseguir trabajo temporal y combatir una cesación habitual. También están los que aun trabajando se la pasan vacacionando y quienes no trabajan ni lo necesitan. Igualmente se pueden tomar vacaciones en casa, si no tenemos cómo, o le tenemos pánico a las aglomeraciones, a los aviones o a los turistas. Cuentan que los varones de la antigua Atenas ejercían su esparcimiento sin salir del lugar habitado; iban a los baños públicos, donde departían, hacían vida social, negocios off line y de paso aprovechaban para asearse. De manera que enroscarse en una sábana y andar campantes de la tina al bacón y del balcón a la bañera, no estaría nada mal.

         ¿Irnos? Sí, nos vamos, dejamos atrás lo acostumbrado. Cambiamos una casa por otra, o por una habitación de hotel, por un cubículo en un crucero, una tienda de campaña o por una caravana, en fin, ¡cuántas posibilidades! Cambiamos una cama por otra, una mesa por otra y hasta aspiramos a cambiarnos a nosotros mismos por otra persona. ¿Desconectar? Hay quienes no pueden, es que no pueden. El móvil, las redes, el ordenador, el reloj-todo-en-uno, no dan tregua, no dejan un resquicio a la pausa. (Están tardando en implantarnos todo esto en los parietales). Hasta algunos jefes, que no parecen desconectar nunca (pobres), pretenden que sus subordinados tampoco lo hagan, se encuentren tostándose hacinados en una playa, haciendo senderismo (rutas con señal, por favor) o intentando una barbacoa en la azotea. ¿Descansar? Bueno, bueno, sólo el hecho de hacer la maleta ya es cansancio. Ir al aeropuerto, otro tanto. Si vas vía terrestre, no faltan los atascos. Claro que se descansa, no hay que exagerar. Se patean ciudades, museos, iglesias, castillos, ruinas, calles, campos, caminos; se surcan ríos, mares, lagos. Se capturan imágenes de ciudades, museos, iglesias, castillos, ruinas, calles, campos, ríos, mares, lagos, además de los platos de los restaurantes, del restaurante, de los comensales en el restaurante (can you take a picture, please?). Claro que se descansa, cuando llegamos a esa nueva cama y por fin, reposamos.

         Y si se vacaciona, ¿quedan vacantes? Seguro, es el temor del empleado que hace holganza el año entero en su puesto de trabajo y reza al dios Sol para conservarlo; sitio que estará a la espera de ese turista agotado que tardará en reponerse hasta diciembre. Y volviendo a Grecia, ¿quedan Bacantes? Tal vez, tal vez. Aquellas adoradoras de Baco o Dioniso, aquellas chicas desaforadas que se iban varios días (sin varones) a un monte solitario entregándose a la copa y a los alucinógenos en un desenfreno de rituales de sensualidad y vida primitiva. Otra suerte de vacaciones. Envidiable. Debería promoverse algo así, ahora que se ha especializado todo (hoteles sin niños, hoteles con perros, hoteles sin viejos, hoteles carnívoros, hoteles vegávoros, hoteles gluten free). Podrían abrirse hoteles de género. Las chicas por un lado y los chicos por otro. Y los neogéneros, pues por su lado también. Todes, como en las despedidas de solteres, de juerga y monserga, disipados, desvergonzados, licenciosos, en planes todo incluido, todo excluyente, hasta que el aburrimiento haga su trabajo y se alce el ruego general de un regreso pronto y efectivo a las labores diarias tan queridas. Un lunes.

Y ahora, ¿quién podrá sostenernos?

       Parodiando la frase del Chapulín Colorado, esta podría ser la manifestación de auxilio de los fabricantes de la prenda de vestir femenina para ceñir el pecho: el sostén, como escuché de niño, por primera vez. Con el tiempo, aquellas superficies cóncavas o convexas, según se les mire o se les palpe, las identifiqué como brasier y algunos viajes me revelaron otros nombres como “sutiã”, “bra” o sujetador. Van a quebrar podría pensar cualquiera, pues la moda “braless” (sin brassiere) que se ha impuesto de nuevo, amenaza con arruinar ese sector del negocio. Pues creo que no. Si no lo hizo en los años sesenta –cuando estrellas como Janis Joplin o Jane Birkin entre otras, decidieron no usar ese trozo de tela constrictor y sedujeron a millones de chicas a hacer lo mismo– menos ahora, en que el universo diverso más que nunca hace con la ropa lo que se le da la gana. Que se lo ponga la que quiera y que no, la que no. Imponer llevarlo puede ser tan reprochable como decretar su nulidad.

         Claro que no van a quebrar. Algo se inventarán o pensarán que siempre habrá mujeres que lo usen, por costumbre, porque las mamás se los compran a sus hijas, o porque sí. Tantas razones como pechos. Más de un siglo lleva el invento (que fue una evolución del corsé) y muchas lo siguen llevando sin problema, como otras lo han relegado como reivindicación.  Sostenes para ocultar, brasieres para mostrar, sujetadores para insinuar. Y camisetas, blusas o jerséis para lo mismo. Los hubo y los habrá de múltiples sabores. Los hay “strapless”, con aros, sin aros, de copa… Marilyn, Sofía o Elizabeth usaron los de tipo torpedo, puntiagudos como para sacar ojos; las famosas actuales (demasiadas) optan por los de encaje, primorosos, o por trucos con cintas o eligen los “push-up”, embusteros. Un sinfín para la pluralidad de senos que puede tener el ser humano del ala “femĭna”. Cito: asimétricos, atléticos, de campana, de este y oeste, relajados, redondos, laterales, delgados o de lágrima. ¿Cómo van a fracasar las diseñadoras, diseñadores y diseñadoros con tanta abundancia de variantes y tamaños? La moda no incomoda, ¿O sí? Ante todo, libertad, como la que tienen las que han elegido no ponerse calzones, bombachas, bragas, cucos. O la que tienen los hombres con problemas de pechos grandes que utilizan sostenes especiales, o los de los deportistas que miden todo lo medible; o los que usan las personas en proceso de transición de género.

         En todo caso, las chicas que se decanten por no usar el atavío en cuestión, (no se me enfaden) sabrán que al género “masculīnus” le va de perlas, bueno, no siempre porque los cánones estéticos también nos encorsetaron. ¿Quién va a negar que siempre existirá entre los sexos, ese imán que gobierna la relación entre ojos y ciertas geografías del cuerpo humano? Y tampoco se irriten si algún día a algunos chicos y señores les da por ir sin calzoncillos, pantaloncillos, interiores o gayumbos, y se les note lo que deba notárseles, estén sus miembros de la academia dormidos, semi-despiertos o espabilados por completo. Por supuesto, también hay un gran surtido en formas y dimensiones, y nadie podrá quitarles el derecho de hacer con su cuerpo y con sus pintas lo que se les antoje. Y estarán en el suyo quienes opten por seguir calzándolos, porque no les apetece o porque no dan la talla. Y si no la dieran, pero se atrevieran, siempre podrán complementar dicha prenda con unas antenitas, como las del tal superhéroe. Para despistar, para despistar.

Hay que leer

         No se sabe cuál es más bobo, si quien presta un libro o quien lo devuelve. Eso se decía, bueno, se dice, porque no se han dejado de leer y no se han dejado de prestar. Y se han dejado de retornar, por su puesto. Podría considerarse un robo si pasan muchos días y sobre todo algunos meses (un libro se despacha máximo en semanas) y el prestador se dice: ¿lo habrá leído? ¿lo habrá re-prestado? ¿a qué hora me dio por dárselo? Dependiendo de la cercanía de la sospechosa (¿por qué se tiende a decir sospechoso?) la labor de rescate podrá hacerse sin mayor contratiempo, a menos que la sensibilidad haga su aparición y la señalada responda: ¿acaso piensas que me lo voy a robar?

       Ese objeto del deseo llamado libro sigue por ahí, presa de auténticos bibliorrateros o simples adoradores sin plata o con manga larga. Y lo fue de una serie de personajes que se hicieron célebres por esta práctica, información que se puede consultar en numerosos artículos casi idénticos en la red, escritos con el arte de copiar y pegar, que es otra variante de la rapacería. Robos muy hábiles, como lo fue el que presencié en la Feria del Libro de Madrid en el parque de El Retiro, cuando un muchacho, retiró con suprema delicadeza un libro que no logré identificar. Con tanta gente alelada caminando como entes apiñados en procesión, y otros que sí se detienen en los puestos a preguntar, a hojear y ojear, a comprar, nadie reparó en la maniobra, salvo quien observaba el maletín de cuero del caco por pura atracción nostálgica; tenía el diseño de aquellas antiguas maletas escolares, anchas con tapa de correas y con la piel lustrosa, en fin, una cartera con personalidad. Lo observaba desde un costado de la caseta y de pronto, el tipo pidió a la dependienta un ejemplar del fondo y al voltear ella, deslizó el elegido, que cayó –como una cabeza decapitada– en el zurrón.

          ¿Que qué hice? Nada. ¿Escribir esta nota como expiación? El tipo echó un vistazo al libro requerido, lo devolvió a la señora y se despidió tan cortés como seguramente había saludado. Mudo y quieto. No hice nada. Pasaron unos segundos y el tipo se perdió entre la muchedumbre. Eso nos pasa, a veces el pasmo nos paraliza. La inacción como cómplice; ¿mirar para otro lado es más cómodo? Después hasta me sentí culpable. Qué poco nos falta para justificarnos. Robé porque tengo hambre. Robé porque tengo hambre de poder. Robé porque tengo hambre de poder robar otro poco, otro mucho. Robé porque tengo hambre de leer. Podría decirse, bueno, tampoco es para tanto.

       Por alguna conexión (nostálgica también) recordé una entrañable y desaparecida librería de la Avenida Jiménez con octava de Bogotá. Eran seis o siete pisos de vidrieras atiborradas de libros de todas las disciplinas que mostraban sus lomos hacia la calle. (Supe que hay o hubo discotecas muy instructivas en aquel lugar). Decían que lo que no había allí no estaba publicado. Y también, que quien no había robado un libro en la Buchholz era porque no sabía leer. El señor Karl, un tipo de abundante pelo cano y pasado grisáceo, lo sabía. Y lo comprendía. Sabía que muchos estudiantes iban, unos a comprar, otros a leer allí como si fuera una biblioteca y los más osados, a llevarse un ejemplar bajo el sobaco. Supongo que, en su infinito amor por los libros, el viejo pensaría: un libro prestado, robado o hasta comprado, ante todo, está para ser leído. Hay que leer.