MOSQUITA MUERTA
Ayer ejercí la muerte. Ya lo había hecho antes, pero ayer fue una más concreta. Más muerte. Maté una mosca con un matamoscas. Maté un azul. Un azul que no era ultramar. Un azul que no era de cobalto. Maté un azul mosca. No voy a describir cómo, pues parecería una página roja y esta es una muerte azul. Era molesta. Se daba topes contra la ventana después de haberlo hecho ya diez veces y la burra (porque la metamorfosis aquí también es posible) se daba de nuevo tratando de remontar el cristal queriendo ser un fantasma, así, traspasando lo transparente como si fuera tan fácil. No. Antes hay que morir para tomarse esos atributos.
Es que si las moscas no fueran tan zumbantes, si emitieran alguna armonía armónica, no estuvieran mereciendo el destino de ser despanzurradas con un matamoscas; ni siquiera se merecerían que un desocupado hubiera creado el matamoscas. Es que no hay sino verlas, dan vueltas y vueltas y justo se paran en mi trozo de papaya. Les encanta mi trozo de papaya, que es un trozo de papaya diferente cada día, porque me lo como así haya sido husmeado por una mosca. Y es una mosca diferente cada día, por no decir que son varias y usted ya vaya pensando en qué muladar vive este señor. Porque –valga la pena aclarar– soy un señor; pues las señoras según mi señora no matan una mosca.
Es que no hay sino verlas, ellas se montan sobre su objetivo elegido (las moscas, no las señoras) y sacan de sus cabezas un adminículo negro a manera de T invertida. Yo no sé si muerden, si chupan, si lamen, pero se les nota en sus salticos concéntricos el deleite. Les sabe a curuba aunque sea papaya. Y papaya dan las muy pendejas, porque yo las espanto con la mano izquierda y ellas huyen y dan vueltas y vueltas hasta que van a parar al vidrio de la ventana. Y ahí es. Ellas caen, si es que me decido a liquidarlas. Dirá usted, dama leyente, –yo también me lo pregunto– porqué moscas y no moscos, por qué “ellas” y no ellos. Problema de género. O de tamaño. O de color. O de información. Porque yo moscos sí conozco, pero son más pequeños. Pardos. Y suenan menos. En cambio las moscas, las que yo llamo moscas –así aprendí a decirles, pues no les he mirado la entrepierna– son más grandes, zumban más, tienen corazas azules de todos los azules, algunas verdes de casi todos los verdes, bellas y nobellas, y me miran con ojos rojos mate que invitan a que las mate.
Es que no hay nada más fácil que dar muerte. Póngase usted a pensar. No es más que nos den un motivo, que nos traspasen alguno de nuestros límites permitidos por nuestras limitaciones para que digamos “es que yo le mato”, así con artículo neutro, para que después no digan. Y al final no lo hacemos, no matamos. Los profesionales (que hay demasiados graduados) no dicen “yo le mato”. Le matan. Es que dar muerte es fácil si uno no se pone a pensar.
Ayer ejercí la muerte. Ya lo había hecho antes, pero ayer fue una más concreta. Más muerte. Maté una mosca con un matamoscas. Maté un azul. Un azul que no era ultramar. Un azul que no era de cobalto. Maté un azul mosca. Mosquita muerta.
Tomado de Cortoletrajes II, libro de relatos en obras.