Un vaso de agua, por favor

Esta nota se lee en unos tres o cuatro minutos. Si en ese tiempo, alguien dejara abierto el grifo del lavamanos, se habrán ido por el sifón entre tres y cuatro litros de agua. Leer es vital, pero no tanto. El agua es vital, pero sí mucho. Nada nuevo. Y cuando escasee, ya nos pelearemos. Por ahí dijo un gurú que la Inteligencia Artificial (I.A.) terminará con la especie humana dentro de pocos años, hummm… A la I.A. por más lista que parezca, le falta malicia, nunca tendrá los artificios propios del homo sapiens. Quien está acabando con la especie humana es la T.N. (Torpeza Natural) de la misma especie humana. Nada nuevo.

         Desde los años del moco o de la uña encarnada para no dar cifras inabarcables, los humanos han intentado dominar el agua para su beneficio. Bastaba hacer un cuenco con las manos para beberla, o tallar un trozo de madera, usar una concha, una hoja o un pellejo de animal. Desde esos momentos hasta –por ejemplo– los métodos de desalinización del agua marina o la reutilización de aguas grises, el humano ha sabido que el agua fue el principio y será el final. Tenochtitlan –cuentan las lenguas húmedas– fue una ciudad-isla estratégica, dotada de canales para la navegación, el riego y el consumo, lugar que Cortés se cargó en aras de la civilización. En la inmensidad el Imperio romano se crearon diques, presas, canales y acueductos, genialidades hoy muy fotografiadas por sedientos practicantes del turismo. En Estambul, bajo tierra, hay una cisterna (15€ la entrada), que con su capacidad de 80.000 m3 de aguas lluvias proveía a la capital bizantina. Y en China, para terminar con los ejemplos, en la provincia de Sichuan aún se utiliza una red de irrigación de más de dos mil años de existencia.

         Se ha sabido utilizar, malgastar o contaminar. Así, con agua pa’ tanta gente, se siguen ahorcando ríos, malregando más de 4 mil millones de hectáreas de cultivos y se “frackea” la tierra mientras nos damos duchas placenteras. Agua dulce, carbonatada, agua para las matas, agua salada, la dura, la blanda, el agua destilada, la residual, la oxigenada; el agua bendita, el agua con gas, la fría, la del tiempo, la destilada, el agua sucia, ¡aguas van! Y las aguas se van. Sequías ha habido toda la vida, pero las habrá en nuevos territorios. En otros sobrará, haciendo estragos o escaseará con más frecuencia, hasta que la saliva alcance. Pero no todo son quejas; antes de que la I.A. o la T.N. acaben con todo, seguramente se crearán dispositivos y filtros adosados a la garganta o a la boca del estómago y purificaremos (bueno, quienes vengan luego) la poca agua que llueva, la que sobre de lavar los platos (¿habrá platos?); o se regenerará a partir de la orina, la respiración o el sudor como hacen en las naves espaciales. Al principio serán caros aquellos dispositivos, como los móviles o como las células fotovoltaicas, pero gracias a la democracia (¿habrá democracia?) todo el mundo llevará uno enchufado al esófago. Ojalá, tal vez. Ya sabemos, el ser humano no se vara, la caga, pero inventa, se reinventa y se resilienta, si cabe la conjugación.

         Alguien dirá que no son tiempos de refranero popular, la filosofía de a pie; pero si de cambios drásticos se trata y se tratará, ¿qué será de las aguas mil de abril, y de las aguas que no has de beber? ¿Volverá a llover sobre mojado? Y eso de que a nadie se le niega un vaso de agua, hummm…

La procesión por fuera

Tomado (y adaptado) del libro inédito, “De los cero a los doce, memorias de infancia”

         Es la mejor Semana Santa del país, nos contaban desde pequeños, y que había otra importante pero no tan piadosa; también que allí los cargueros llevaban los pasos con la cara descubierta y eran personas notables; escuché que algunos lo hacían por aparecer, otros por devoción, pero con los años supe que la razón y el origen son distintos. En cambio, los penitentes de Pamplona (la de Colombia) lo hacen cubiertos con su tela púrpura, en anonimato, sean doctores o gente del común, pero creo que —salvo algún colado— sólo cargan los segundos. La verdad, me daban miedo y al mismo tiempo sentía admiración; veía como se echaban al hombro, kilos de madera, herrajes, yeso y floreros con su agua y con sus flores. Todo ese peso repartido entre ocho, doce o más nazarenos, caminando lento, acompasados, con sus códigos, ataviados con túnicas, con fajas de cuero y fique, calzando alpargatas de esparto, recorriendo media ciudad emparamada bajo el chinchín durante un par de horas o más, cumpliendo su penitencia.

         Las procesiones eran imponentes, muy ceremoniosas y muy olorosas. Olía a incienso, a efluvio de cirios y a golpe de axila, a emanaciones de abrigos mojados y de ruanas empapadas. Salíamos a la calle más cercana por donde pasaba el recorrido y mamá decía, “ese es Papalindo” “estos son los soldados, los malos…” y contaba la historia representada en ese Viacrucis callejero que conducía al Nazareno number one hacia su destino premeditado. Tengo muchos recuerdos, porque asistí por años al acontecimiento repetido, hasta que me interesaron otras cosas menos devotas, pero esa sería otra historia contada por otro yo.

         Había dos procesiones que me asustaban. La primera salía el jueves. Larguísima, se hacía un recuento de la Pasión con pasos prestados de otras cofradías y tenías que volver a ver los latigazos, la humillación y la sangre en un desfile de humos densos, rezos de cucarrón, música luctuosa y una cantidad de gente a lado y lado de la calle, desbordando las aceras, desdoblando las esquinas, atiborrando balcones y ventanas. Daba la sensación de que el mundo entero hubiera venido a mi pueblo a presenciar el escarmiento, que por fortuna se hacía en horas de la tarde y no en la negrura de la noche, tan propicia a sombras y visiones, cocos y otras amenazas.

         La otra se hacía a la medianoche del viernes, cuando el sepulcro reposaba en su sitio después de la procesión solemne, en la que las autoridades iban emperifolladas con crucifijos de oro los unos, con condecoraciones y con smoking otros más. Era entonces cuando otra serie de hombres, más humildes, fervientes y menos trajeados hacían penitencia extrema recorriendo a la inversa la misma ruta del Jesús inmolado; se llamaba la Procesión del Desande (cuentan que aún se realiza en versión light) y era una práctica si no secreta, vedada sólo a los insomnes, a los osados y trasnochadores que se atrevieran a ver por fervor o chismorreo, a estos hombres en purga, que pasaban cargando cruces hechas con troncos sin pulir, con vigas al lomo, con fierros al hombro; otros andaban de rodillas, o eran flagelados con lazos plenos de nudos y según decían, algunos se ponían cascajos en los zapatos para acrecentar el sufrimiento y su expiación. Contaban que en otra época era peor, pero para mí, que tendría ocho o nueve años, bastó ver esa única vez a esos hombres haciéndose daño, emulando, con la cara al descubierto. Pasa el tiempo, se cuentan tantas cosas…

Mamá, ¿qué es censura?

         Hace unos días saltó la noticia en diarios ingleses acerca del cambio en los textos de algunos cuentos del escritor Roald Dahl, por parte de la editorial dueña de sus derechos. Dichas variaciones se refieren a adjetivos tildados de ofensivos, a cuestiones de género y hasta de raza, palabra que pronto desaparecerá de los diccionarios como tantas otras injuriosas, insensibles y denigrantes usadas en literatura.

         Estas personas (con su rebaño detrás), brazo de la cultura woke a la que le dieron una vuelta de tuerca para convertirla en la tribuna de los probos, en el estrado de las virtuosas, aparcan en la zona del ridículo, todo en aras del bienestar de lectores que no se lo están pidiendo. Argumentan que examinan los escritos para adaptarlos a una “audiencia moderna”; hicieron una especie de auditoría con lectores especializados y muy sensibles para que la infancia, la juventud y uno que otro adulto no tengan que pedir cita en siquiatría.

         Me entran ganas de jugar, a ver, que pase Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento (nota del editor: por favor, cambiar por “cadena perpetua revisable”, es más humanitario), el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre (mejor “madre”, es más igualitario) lo llevó a conocer el hielo. (…) Exagerado, ¿no? ¡Un exabrupto! ¿Se está llegando a la censura mojigata, a la tijera pacata? Es que no sólo se trata del lenguaje, querrán podar la creación, la pasada y la de los autores actuales, desearán apoderarse de la manija y predicar una nueva manera de contar historias, las que ellos no sabrían escribir; asumen que la corrección (cualidad de conducta irreprochable) y la corrección (librar de horrores y defectos) son su bandera y su estribillo.

         Si estos editores (y los que se le sumen, que pasará) leyeran algunos apartes “muy sensibles” de los libros sagrados abrahámicos ¿los mutilarían, harían una versión light? Tal vez sea una buena idea, se salvarían vidas y algunos cerebros. Es que hay mucho propagandista esnob con vestiduras rasgables, que lee Lolita a escondidas y desearía ver alguna de Pasolini a hurtadillas; seguro ven series deleitándose con la “zona carnosa que rodea el orificio que remata el conducto digestivo”, o “los órganos glandulosos y salientes que los mamíferos tienen en número par y sirven en las hembras para la secreción de la leche”. (gracias diccionario, qué va a ser de ti, diccionario). ¡Uy! esto parece un hate-twit, pero largo. Pongamos vocabulario a disposición para hipotéticas discusiones: atrasados, retrógrados, rancios, reaccionarios; pero ojo, que tienen que pasar por la lista negra de estos señores. Y estas también: escrupulosos, medrosos, timoratos, gazmoños, (por supuesto con sus correspondientes aes, es, equis y @). Ni tanto que queme al tonto, ni tan poco que no lo irradie.

          Y en las otras artes, qué: ¿Tapamos L'origine du monde de Courbet con una prenda interior roja o amarilla para la buena suerte? ¿Presionamos a Fernando Botero para que pinte bailarinas lánguidas, guitarristas famélicos? ¿Capamos al David de Miguel Ángel? Si buscamos una palabra que les encaja es Hipocresía. Y otra que no usan: Contexto. Si el señor Dahl creó personajes tan desfavorecidos, historias tan crueles, ¿por qué no hacen una pira y queman sus libros de una vez? Respuesta: porque perderían dinero. Tal vez triunfen, hay mamitas y papitos muy correctos; en la noche leerán a sus hijos las nuevas versiones (si no están despotricando con sus móviles), impostarán voces con esas historias liposuccionadas, (si los niños no están disparando en sus videojuegos). Tal vez logren dormirlos. Pero de aburrimiento.

 

¿Aló?

         En la ciudad donde vives, es saludable ponerse el traje de turista, que no es más que un par de ojos dispuestos a descubrir nuevas cosas ocultas a simple vista. A veces salgo por ahí y encuentro cosas como esta: una cabina telefónica, aquel lugar público desde donde es (era) posible comunicarse con el mundo, si es que el mundo atiende. Espacio que en algunas partes ya ha sido retirado, como en Londres, donde a los emblemáticos cubículos rojos ahora se les dan otros usos como ventas de café o microbibliotecas; o en España, donde dejaron de ser un servicio universal y están abandonadas a su suerte. O han sido repensadas como en Nueva York, donde se están instalando paneles con Wi-Fi gratuito, entradas para cargar dispositivos, pantalla digital con múltiples funciones y llamadas, por supuesto. En Latinoamérica en ciudades como México, Bogotá o Buenos Aires algunas se resisten, pero están en franca vía de extinción.

         La que vi parecía mimetizada entre el resto del mobiliario urbano, y me acerqué porque necesitaba un lugar apropiado para mirar hacia arriba y no entorpecer a otros turistas. Bueno, reconocí la cabina porque las había visto y utilizado hace mucho, cuando aún seguíamos atados al cordón umbilical de los cables y no podíamos caminar moviendo una mano o las dos, hablando como orates. En realidad, lo supe por la forma, que cualquier quinceañero no sabría identificar. La patrullo por los dos lados y no encuentro nada, sólo está el esqueleto, ni cartel de la compañía, ni teléfono, claro, pero sí otras formas de comunicación: grafitis ilegibles, afrentas raciales, ocurrencias machistas, contestaciones feministas, números de líneas calientes, corazoncitos con mensaje, otros órganos sin mensaje, un anuncio de mascota perdida, un anuncio de alquiler de parking, adhesivos de cerrajerías, masajistas y un chicle.

         Al estar allí, por algún mecanismo de la memoria o del desocupe, me trasladé al día en que usé una cabina por primera vez. No sabía qué hacer. Era una caperuza gigante, amarilla; si uno avistaba a alguien desde lejos hablando por teléfono, se le veía medio cuerpo engastado en esa especie de secador de pelo de las peluquerías que fríen los sesos de las señoras o los ponen en su punto. (Por cierto ¿ya se extinguieron? Los secadores, no las señoras). Bueno, ¿qué hacer primero? levantar la bocina o meter la moneda. Había instrucciones, pero también estaba un tipo detrás que además de acosar con su presencia, había olvidado que algún día él también estuvo en mi situación. No recuerdo si lo logré, si le cedí el turno para aprender, y mucho menos a quién llamé o si pude hacerlo. Y la evocación fue más atrás, a la infancia, al corredor que bordeaba el patio donde estaba el de casa (muy privado, sólo para grandes), un teléfono de baquelita negra con un cable maltrecho que dejaba ver sus venas de colores. Allí estaba, y si alguien alzaba el cacho, ponía el dedo en el disco tres veces, raan, raaaan, raaaaaan, el milagro era posible. Ignoraba que después se añadirían más números y que aquellos teléfonos dirían adiós.

         Dejo de recordar y fantaseo cómo dentro de no mucho tiempo implantarán en las cabezas algún adminículo que, además de permitir llamadas, registrar imágenes y diseñar memes con sólo pestañear (lo normal), también tendrá una vocecita que comunicará cuántos días nos quedan, el promedio diario personal de insultos en las redes, qué proteínas tenemos que inyectarnos, cuántas cosas hemos aprendido tal día y cuáles olvidado tal otro, como por ejemplo, que eran aquellos aparatajes aparatosos atravesados en las aceras y que funcionaban con monedas.

Afilad las cuchillas

Empieza otro año y como siempre el 1º de enero, día festivo que conmemora (¿o celebra?) la Circuncisión de Jesús, tal como lo era en aquella época (y lo es ahora) ocho días después del nacimiento de un varón en el judaísmo. Fecha –como la Navidad– para reunirse con la familia, pelearse con la familia, y sobre todo para planear cosas, por ejemplo, hacer turismo; por ejemplo, para sacarse un pasaporte; por ejemplo, para adjudicarse una nueva nacionalidad, como la española.

         Se sabe de algunas clases de turismo alternas a la tradicional; turismo de salud, para la gente que va a tratarse a países más avanzados o más baratos. O el muy de moda en su momento: ir de América Latina a U.S.A. para vacunarse contra el SARS-CoV-2. También está el muy vigente tour a Turquía para hacerse macramé en los cráneos despoblados. Pero el que nos ocupa en esta ocasión es el paseo transatlántico que han realizado hacia España miles de ciudadanos latinoamericanos (y de otras latitudes), quienes apelando a su pasado sefardí tenían derecho (hasta hace algo más de un año), a solicitar el tan apreciado pasaporte color burdeos con el escudo del Reino estampado en oro, como si fuera la búsqueda de El Dorado, pero al revés. Todo un camino de rosas, si se ha tenido el temple, el dinero, el aguante del papeleo, la espera y si todo va bien (se han rechazado muchas solicitudes por fraudulentas) el desembolso del tiquete aéreo. La clave: cumplir con un menú de requisitos a escoger (una veintena), eso sí, acreditando –entre otros– ser descendiente de algún judío expulsado de España en 1492, para “enmendar la deuda histórica con sus antepasados” o en el caso de los(as) oportunistas, poder turistear por las Europas sin pedir visa.

         Estadísticas no oficiales registraron el disparo de las ventas de cientos de ejemplares de la Torá y de diccionarios español-ladino ladino-español, así como la implementación de clases on-line para repasar la conjugación de los verbos en la segunda persona del plural, obsoleto en América Latina; además del aprendizaje –por si las moscas– del surtido de frases hechas que ondea a diario el ciudadano(a) española(ol). Igualmente se llegó a afirmar que, en algunas peluquerías de Bogotá, México D.F. y Caracas, se rizaron rizos ortodoxos para los mechudos y se aplicaron extensiones de tirabuzón a quienes fracasaron en Estambul. Otros rumores menos creíbles aseguraron que su majestad Google colapsó ante la búsqueda frenética de la letra del himno español, que según se cuchicheaba, debía cantarse ante notario.

         Con lo que no cuentan los varones neoespañoles (los caminos tienen espinas) es que está fraguándose –se asegura en los mentideros legislativos– un proyecto de ley llamado "Out prepucio, Américo Vespucio", cuya proposición dispondría (a quienes se dispongan a viajar) de la exigencia en origen de examen visual del penis americanus, y dado el caso registro táctil, para evitar picardías tan propias de estas tierras. Por lo tanto, los que aún tengan el defecto (presumiblemente la mayoría) deberán pasar por quirófano, dejarse unos centímetros de piel y honrar a sus ancestros conversos o no, oportunidad de oro para los mismos y las mismas que se enriquecieron vendiendo mascarillas durante la remotísima pandemia, y como es de esperar, saldrán tours a lugares asépticos, nacerán clínicas clandestinas con promociones 2X1 y para los menos adinerados, se editará un folletín tipo “Hágalo usted mismo”.

         ¡Afilad las cuchillas, asentadlas sobre el cuero, bajad las braguetas! Alguno protestará: bueno, y a las mujeres qué". Y una abuela –de las de antes– responderá que a ellas "ni con el pétalo de una rosa".

Qué desayuna, su señoría

         “La justicia es lo que el juez ha desayunado” reza un viejo dicho en el ámbito jurídico gringo, y apunta hacia las circunstancias –a veces inconscientes– que intervienen en las decisiones del día a día, así sea elegir los zapatos que vamos a llevar o dictar sentencia, por ejemplo, a un violador. Por cierto, en el Reino de España, hace unos días algunos han salido en libertad (¡qué rápido camina a veces la señora justicia!) unos cuantos machos remachos, gracias o a pesar de una ley, a la que abogados diligentes se prendieron para que jueces, muy bien desayunados (o no) los soltaran sin más. Un agujero en la ley lo ha permitido. (La ley es la ley, pero lo justo es mejor).

         De desocupado, –es diciembre y hay que ponerse menos serios– me sumergí a buscar sentencias curiosas y entre ellas apareció la de una mujer de Huelva (Andalucía-España), quien hace unos años denunció al rey Baltasar por causarle lesiones en un ojo al atinarle con un caramelo durante la cabalgata de sus majestades los reyes de oriente y más allá. Hasta donde se sabe, en dichos desfiles, los que lanzan golosinas y chuches son los pajes, hecho que habría esgrimido la defensa de haberla necesitado el imputado, pues usía archivó el caso al no poder ajustar los hechos a ningún marco del derecho internacional y al desconocer la nacionalidad del monarca, en este caso, un jubilado al que habían subido a la carroza muy bien vestido y maquillado con tizne de corcho. Lo que hacen unas buenas lonchas de jamón ibérico, su señoría.

          En otra, un juzgado negó una acción de tutela instaurada por un estudiante de derecho de una universidad de Bucaramanga (Santander-Colombia) al ser eliminado de un grupo de WhatsApp quien buscaba “obtener la protección inmediata de sus derechos fundamentales” como dicta este mecanismo judicial. El futuro letrado alegó su derecho a la no discriminación, pero el juez o la jueza de turno, optó por desestimar el argumento del rechazado de la red que decidió apelar a instancias superiores, desenlace que ignoramos pues los diecisiete medios de comunicación (gracias su excelencia Google) que registraron la noticia entonces, se olvidaron del asunto. (Era un octubre y en octubre todo es más serio y aburrido). Lo que sí podemos aventurar es que el árbitro o árbitra, debió emitir sentencia después de la siesta que se merece un cabrito al horno con pepitoria.

         Agregamos una más fresca, en Vitoria (Euskadi-España) donde una jueza que no acostumbrará desayunar, ha negado el registro civil a una bebé, a quien sus padres querían poner el nombre de Hazia, que en buen vasco significa semilla, pero la jueza, que al parecer frecuenta las jergas malhabladas, adujo que su significado coloquial es semen y era “contrario a la dignidad” de la niña. Puede ser, puede ser, porque los niños, además de inocentes son crueles y los mayores peor. En fin, que decidió darle por nombre Zia (semilla en latín) y ahí va la cosa…

      Y la cosa en los estrados seguirá, pues según investigaciones muy serias (nada decembrinas) en E.U.A. y en Israel aseguran que una gran cantidad de jueces y juezas se ven afectados por el efecto “anclaje”, según el cual se aferran en exceso a informaciones iniciales, a ideas preconcebidas en cuanto a género, raza, o al simple descontrol de sus emociones, que si van unidas a determinado momento del día pueden llevar a sesgos y a sentencias erráticas, dependiendo de si les da –verbi gratia– por acompañar el café de la mañana con donuts o con alacranes.

JUST STOP OIL

       Hace casi cincuenta años el Guernica fue agredido con spray rojo, a manos de un autoproclamado artista iraní quien escribió Kill lies all, invocando motivos vinculados a la guerra de Vietnam. Recién había muerto Picasso y el cuadro aún estaba en el neoyorkino MoMa; claro, los curadores y el alcalde de entonces colapsaron y todo el mundo deploró el ataque.

       Hemos visto en estos días a parejas de activistas anticalentamiento global, calentando los noticieros y las redes con sus ataques a obras emblemáticas, revisitadas, refotografiadas y reenviadas. En la National Gallery de Londres, Los girasoles de Van Gogh fueron salpicados (con la sopa que le hizo falta al autor y le sobró a Warhol) por dos heroínas que inquirían si el arte tiene más valor que la vida, exhibiendo en su camiseta el lema que titula esta columna y adhiriéndose a la pared con pegante. Llevan razón en el fin, como la llevaría el tipo que (disfrazado de minusválido) arrojó una torta cremosa sobre la Monna Lisa en mayo pasado con una protesta en el mismo sentido; bueno, contra el vidrio que acorrala a la pobre Gioconda, tan apetecida por ladrones y selfies. ¿Pero llevan razón en los medios? Por fortuna el hombre del copete dorado ya no gobierna el mundo (¿o sí?), porque habría salido a convencer a la mitad del orbe de que la emisión de basura hacia la atmósfera es mentira y que Monna Lisa es una tienda de ropa para niños como él.

       Y es que esta clase de personajes llegan a convencer, pero no vencen, parafraseando a don Unamuno; unos lo niegan y otros reniegan ante la evidencia, cada quién con sus métodos, mientras los que en realidad pueden cambiar las cosas apenas lo intentan en foros mundiales de papel mojado (quemado sonaría mejor), acordando acuerdos que firman los países que nos nutren de artículos contaminantes tan apreciados y que nos hacen tan felices; pactos que se los pasan por donde nos pasamos el papel higiénico, que entre otras vainas es un producto que deja una huella hídrica y de carbono considerable, y que expuestas sus convicciones, es de esperar que los activistas en cuestión se abstengan de usar. Tienen toda la razón, así vamos hacia el cataclismo, además, inevitable, irreversible, irreparable.

       Cabe decir que estas protestas llevan la bendición de la Climate Emengency Found, organización regida por una señora muy loable que nunca iría a un museo a tirar sopa, y que en un artículo en The Guardian aplaude desde el sillón a sus reclutas, que atesoran likes con sus proclamas. Saltan preguntas: ¿con qué producto adhesivo se pegaron los/as activistas? ¿Con almidón? ¿Con mocos? ¿Con la misma sopa? Seguramente con un pegamento derivado del oil que combaten. Y me pregunto más: ¿cómo entran latas y tortas a estos museos con seguridad de aeropuerto? ¿Por qué no van al Museo del Hermitage en San Putimburgo y se pegan a una de las decenas de obras del tal Rembrandt tan contaminador con sus ácidos para grabado y sus blancos de plomo para sus pinturas? La pregunta es demasiado larga para una respuesta deseable.

       Ante tanta ineficiencia, tanto doblez, tanta pose, sólo podemos contribuir cada quien desde casa con lo que nos toca, o aguardar la evolución de dispositivos nasales para filtrar lo más selecto del monóxido de carbono, de los óxidos de nitrógeno y del dióxido de azufre que nos provee el “miedo ambiente”. Entretanto, en el Museo Reina Sofía, con todos los dispositivos en alerta, el Guernica está a la espera de un gazpacho en su punto, con un chorrito de aceite, por favor.

Curso lento de idiomas V

         Se consignan aquí ciertas Palabrejas topadas en la cola de la oficina de empleo; cabizbajas, a punto de enmohecer. Y algunas tomadas del diccionario callejero, sin letra de molde, pero moldeadas por el uso y el abuso. Ante la incompetencia creciente, el uso limitado y el desdén va un listado, con la acostumbrada tergiversación mamagallística*.

 

Buenordía: saludo mañanero andalú.

Chingüengüenchón: querido sinvergüenza.

Catañol: tercer idioma en Catalunya.

Hembrilla: pieza muy pequeña en que otra se asegura (sin ofensa de género).

Enrabonarse: emputamiento con envidia.

Cuchuflí: comodín para designar cualquier cosa.

Helminto: gusano parásito del hombre y de la mujer. (sin ofensa de género).

Miedodía: Recelo pre-vespertino.

Aldaba: en las puertas de antes –y en las que resisten– pieza metálica también llamada llamador, porque llama para que alguien desde adentro quite la aldaba y nos deje entrar, o la pase para que no.

Ñacioñalismo: separatismo espanyol.

Holgazán: sujeto dispuesto a asegurarse –cual helminto– una hembrilla.

Castelán: cuarto idioma en Cataluña.

Cachete: parte de la cara susceptible de enrojecer por vergüenza o por sopapo.

Cosianfirolo: comodín para designar cualquier cuchuflí.

Vagaroso: poéticamente, vago, pobre, insulso que va y viene perezoso.

Antiparras: palabra plural, a menos que se quiebre un/a lente.

Lente: palabra plural por lo binaria, sustantivo plural por lo epiceno.

Francachela: velada entre personas de todos los géneros, que incluye bebida de manera descomedida y puede incluir comida sin medida.

Hormonas: secreción de ciertos órganos que regula o excita otros y genera ofensas de género.

Tocayo: persona que tiene el mismo nombre que otra. Por ejemplo: José, Pepe, Chepe, Josefa, Pepa, Chepa. Hipocorístico, Hipocorística, etc.

Vagarosa: gracias a la poesía, mariposa rica en donaire y que va de rosa en rosa.

Barrabasada: pretender que cosianfirolo y cuchuflí son lo mismo que vaina.

Cordel: cuerda delgada de grosor similar al bramante, parecido al de la pita y semejante al del cáñamo.

Asna: jumenta, borrica, burra, asno, jumento, borrico, burro. Aplicado a personas: bestia, ignorante, simple. (sin distinción de género).

Pateta: diablo, satán, demonio, El enemigo, El maligno, satanás. El mismísimo príncipe de los ángeles en rebelión.

Contrito: que siente contrición, que se arrepiente, que le remuerde, que se acongoja, que se acojona, que es incapaz de ser un pateta.

Chanza: broma, chiste, guasa, mofa, pulla, Blog.

Buenos días: expresión mañanera en vía de extinción.

 

*mamagallística. adj. Perteneciente o relativo al mamagallismo.

Con plumas en la lengua

—Lo que es quitarle el pan de la boca a los demás…

—¿Lo dices por mí?

—No, estoy hablando con el árbol…

—Tengo todo el derecho de estar aquí, aunque no lo creas o no lo quieras.

—A mí no me tutee aunque le vea tan a menudo, como a muchas de ustedes.

—Como quiera, pero no dejo de percibir un tono, digamos, xenófobo.

—No me venga con esas, pero lo cierto es que yo soy de acá, de toda la vida.

—Y nosotras, una especie invasora, ¿cierto?

—Usted lo ha dicho.

—Según la Declaración Universal de los Derechos…

—Ustedes siempre enredando con su labia; desde que llegaron todo se ha trastocado.

—Tengo legitimidad para comer una miga de pan tanto como tú, como usted.

—Están por todas partes, con su jerga, alterando la paz en plazas y parques con tanta algarabía. No es por nada, pero nosotras vivimos acá desde antes de que derribaran las murallas y proyectaran esta plaza.

—Las circunstancias nos trajeron acá y ahora tenemos que sobrevivir como cualquiera. ¿Quién es para juzgar? No veo por qué una especie catalogada como plaga venga a darnos lecciones.

—¿Qué quién soy? Soy la paloma bravía, Columba livia, para ser precisos. Aunque Esos nos digan palomas y hasta ratas del aire o algo así.

—Y usted me dirá cotorra argentina, pero soy Myiopsitta monachus, y como a ustedes también Esos nos acusan de ser causantes de algunos males y otros desastres; dizque somos vectores patógenos de enfermedades pulmonares, pero exageran como siempre.

—Mire, allí viene el señor ese con el pan. ¿Te has dado cuenta que algunos siguen escondiéndose detrás de una máscara? ¿Será por vergüenza?

—Esos no tienen vergüenza. Desaparecieron un tiempo y reaparecieron enmascarados. Nos querían matar de hambre, pero no, regresaron con su limosna. ¡Vamos!

—¡Deja! Yo voy por mi cuenta y lo que es allí abajo, no te conozco.

 

Transcripción de un audio ilegal tomado en la Plaça de Catalunya de Barcelona a las 9 a.m. de un domingo.

No está de moda el tema, pero hoy en día cerca de 90 millones de personas han sufrido desplazamiento forzado en el mundo a causa de guerras, hambre y persecución, generando xenofobia, discriminación y otras hostilidades.

Se vende planeta*

—Cómo se les ocurre eso, no había escuchado tamaño despropósito, ¿es que no tienen más que inventar? Sí, el nivel del mar ha subido ocho centímetros en lo que va de siglo. Y qué, pues corres la toalla un poco para atrás. Y si vas sólo en vacaciones, pues qué más da. ¿Que se han perdido más de 250.000 km2 de bosques en 2021 por deforestación o incendios? Eso es el área de la bota italiana sin el tacón y sin Sicilia. Cuál es el problema: sembramos ganado que da empleo, leche, cuero y carne, ¡qué mejor!, salsa boloñesa para todo el mundo. Y todavía se quejan de los 13.000 km2 despejados en la amazonia brasilera. Serán, a ver, a ver, como 790 canchas de futbol. Qué desperdicio mantener tanto árbol, tanto bicho, tanta tierra sin construir, sin sembrar; es una pena no aprovecharla. Que tal hacer unas casas, bueno, casuchas para tanto refugiado que hay en el mundo; haríamos una gran obra social y como sabemos que la guerra va por barrios, pues los echamos cuando toque, que campo hay en el desierto. ¿Que en los mares nadan más de 6 millones de toneladas de desperdicios? Ese es el peso de un millón de elefantes, pero como quedan más o menos unos quinientos mil orejones, pues…. Qué quieres, ¿guardo la basura en el closet? Además, agua es lo que sobra en los mares. De no estar en el negocio inmobiliario, embotellaría agua marina. Claro. Clarísimo. Sí.

         Y cómo te parece lo de la desaparición de las especies. ¿Tanta bestia suelta sin sacarle partido? Escamas de pangolín, cuernos de rinoceronte, marfil, cartílago de tiburón; si desaparece tanto animal será por algo. Figúrese qué sería de los museos de paleontología si esas alimañas todavía estuvieran asechando nuestras fincas, matando nuestras vacas. Dime, ¿de qué me sirve a mí un castor si vivo a miles de kilómetros? Bueno, un sombrero no me vendría nada mal. Y si es de copa, mejor, para la posesión sería ideal, además lo pondríamos de moda. Eso. Eso. Déjame pensarlo, tengo unos colegas en Canadá. Ni me nombres la grulla coronada, sí, no niego que es un pajarraco atractivo pero no sirve para nada; preferiría salvar un hangar de pollos, que esos sí rinden y dan de comer a mucha gente; además nadie hace cruzadas para salvarlos. Y ni mu sobre las emisiones de CO2.

         ¿Que por qué sé todos estos datos? Pues porque no hago más que espantar oenegés, fundaciones, twitteros, infuencers y toda esa fauna defensora de lo indefendible. Y porque hay que estar en la jugada. A propósito, estoy explorando comprar unas tierras en el pirineo aragonés o en los Alpes franceses. No, cerca de glaciares no; hay terroristas que los están descongelando para echarnos la culpa. Las más baratas están en Los Andes, mejor que sean a partir de los mil doscientos metros sobre el nivel del mar. Hay que comprar ya; en cincuenta años valdrán mil veces más. ¿Qué por qué? Ah, olfato…Y hay que pensar en los hijos ¿No te interesa invertir?

 *Conversación telefónica, bueno, monólogo de un señor que podría ser una señora, de profesión electoral y emprendedor, que no hace otra cosa que expresar lo que piensa y lo que planea, porque sabe muy bien que tiene derecho a pensar y a planear. Ella, que podría ser él, está segura de que a la vuelta de pocos toques de calendario las masas sensatas aplaudirán el triunfo de las ideas correctas y que el mundo —aunque inundado o polvoriento, achicharrado o emparamado— estará en inmejorables manos.

Pequeñas grandes costumbres

Húbose una vez un profesor de música que enseñaba en un colegio de secundaria; también era serenatero, práctica ejercida –como debe ser– a horas terciarias y con variables dosis de alcohol que el señor acusaba en sus clases, las cuales eran un auténtico relajo, dado su carácter apocado y por su aliento traído del infierno. Sus alumnos, (cuando asistían a clase) se dedicaban a torpedear sus lecciones que se suscribían a enseñar las notas musicales y todas las arandelas del contenido de la materia, una de esas asignaturas que los pupilos calificaban de "paseo". Ante la imposibilidad de llevar el piano de la casa o el contrabajo del tío o prestar la tuba a la banda municipal, los colegiales tuvieron que comprar una flauta dulce y sintética por la que despedían los peores sonidos posibles por franco desconocimiento y por franquísimo deseo de incordiar.

         El profesor –también ladino– aguantaba estoicamente las chanzas y desplantes de sus alumnos, semana tras semana, trimestre tras trimestre, apuntando y evaluando al personal que en buen número seguía de "paseo" y claro, al final del curso a él le llegaba el turno de apretar las clavijas. Gómez, tal nota. García, esta. Ayala, peor aún, y se sumaban otros desafinados con la materia perdida, rajados, como se solía decir. ¿Derecho al pataleo? Sí. ¿Profe, le toco Los pollitos dicen? No. ¿Ni con los ojos cerrados? Nanay. ¿Pierdo la materia? Depende. ¿...? Hagamos esto: bsbsbsbsbs. ¿A dónde? Bsbsbsbsbs… En la noche, en un barrio alto, bajo una luminaria moribunda se alcanza a ver media docena de muchachos junto a una puerta de madera pintada de marrón. Se abre, aparece el profesor y pide a los alumnos que pasen rápido; entran directo a la sala, que –aparte de un par de poltronas desiguales, una mesilla con tres elefantes que dirigen sus posaderas hacia la entrada como dicta el agüero– tiene un escritorio con una lámpara potente como única fuente de luz de la estancia.

         Todos, con el rostro que no mostraron durante el curso, se acomodan por ahí; cuatro en las poltronas, otro mira un paisaje íngrimo que cuelga de una de las paredes y el sobrante se acerca al escritorio donde espera el profesor de música. Nombre. Fulano de Tal. ¿Qué trajo? Cuerdas, profe, de las buenas. Bien. El profe abre un cajón, mete el paquete y saca una faca de diez pulgadas y la amola con devoción sobre una piedra de esmeril. El alumno piensa salir corriendo, pero su necesidad lo detiene. El maestro abre una carpeta, saca el boletín de notas, busca el apellido del alumno y con la punta de la hoja afeita la tinta azul de la cifra perdedora y repara tanto agravio, tanto aguante, con un guarismo suficiente para que el insolente apruebe. Los demás siguen el ritual y entregan púas de carey, más cuerdas de guitarra y otro se ha inspirado con una botella de aguardiente. Salen, la puerta se cierra, los muchachos se abrazan y sabiendo que superarán el año sin mácula, deciden irse a tomar unos tragos.

 

         Si a esta microhistoria le quisiéramos dar un Continuará, tal vez ella daría un salto en el tiempo y veríamos a estos muchachos, a ver: uno podría ser contratista de un municipio y ofrecer buenas tajadas al alcalde; otro vendería turnos en la fila del servicio de salud y el más aventajado –previa transferencia a su cuenta en el exterior– adjudicaría la expoliación de algún recurso natural. El profe, con la jubilación a lo lejos, comprobaría que en su cajón sigue el cuchillo y que tiene cuerda para rato.

El problema es de cuchara

“Si te dan algo gratis en Internet, la mercancía eres tú”, dijo por ahí un economista belga, investigador de una prestigiosa (léase carísima) universidad barcelonesa. Podríamos intentar parodiar esta sentencia con la barahúnda electoral (léase visceral) que supura por estos días en Colombia y decir: “Si te dan algo gratis en política, la mercancía eres tú”. Pero como en política nada lo es, ensayaríamos “Si te dan algo gratis en el mercado,…” y un sinfín de combinaciones que llevarían solo una confusión mayor y por tratar de construir una máxima, se formaría un galimatías. Y para confusión los candidatos. Se asemejan a los restaurantes fusión que enarbolan la etiqueta como ignorando que Marco Polo fue su impulsor y que las migraciones ha creado mixtura gastronómica toda la vida. Recuerdo mis épocas de estudiante, cuando a fin de mes la plata escaseaba y con la valera del restaurante agotada, tocaba hacer maravillas con lo que se encontraba en la nevera o en la despensa. Eso sí era fusión y confusión, como el menú que se nos viene para la última cena de la segunda vuelta. A ver, miremos. El primer plato (léase candidato) podría prepararnos unas croquetas de tortuga hicotea –en lista de extinción– muy típicas de su tierra de origen, o de su posterior destino en la altiplanicie helada podría servir una espuma de sobrebarriga y esferificaciones de fritanga; desconocemos los efectos secundarios de estas recetas, pero se puede intuir verborrea degenerativa y petulancia crónica. El segundo, y ya con algo de llenura, podría ofrecernos un tataki de cabrito o algo como un ramen de hormiga atta laevigata alias culona (en la antesala de la lista), dados sus orígenes de oriente, así sea el de su país; como el anterior, y sin expertos consultados, podría decirse que esta dieta podría causar encabritamiento persistente o malalengüitis aguda, aunque el culito esté en el lado opuesto.

         Un revoltillo entre ideas, intenciones y actuaciones, unas buenas y otras no tanto, que dejan despistado a la mitad del electorado, que al quedarse sin su cocinero perdedor optará por “las sobras”, en una votación más de entrañas que de sesos. Si quisiéramos evocar (léase imitar) al analista Cínico Caspa, personaje del célebre y asesinado periodista, él nos habría soltado algo como que: antaño eso sí era democracia, lo de repartirnos el poder sin partiduchos malolientes, eso sí era política; el pueblo a votar, a meter el dedo índice en la tinta y la cuchara en los platos nacionales de recompensa. Eso sí era comida, en las alturas un cuchuco con espinazo, pero con ley seca, que el vulgo se emborracha y es capaz de votar otra vez y comer doble; y para los de los valles y planicies sancocho de pollo o de pescado para que les dé sueño y se despierten dentro de cuatro años para las próximas elecciones…

         Platillos estos, que se odian o se adoran y que tienen que rematarse con los postres, a ver: que el segundo (léase tal vez el primero) nos ponga dulce de apio o de grosellas –no groseras– y por parte del primero (tal vez salga subcampeón de nuevo), merengón sabanero o panna cotta para honrar sus raíces y su otro pasaporte; ¡hombre! si llegara a perder, si lo ven por ahí, díganle que en mayo de 2023 hay elecciones generales en Italia. Y a su contrincante, decirle que siempre habrá disparates por sumar y baldíos por construir. Ojalá el siguiente chef (léase jefecito) no crea que somos mercancía y sepa que gratis no es más que una palabra, aunque nos cueste votarle.

Con su música a otro barrio

         El pasado mes de abril murió el baterista Taylor Hawkins. Si no lo escucho por una radio rockera y explican que formaba parte del grupo Foo Fighters, y que además había muerto en Bogotá, pues no le habría hecho mucho caso. Entonces, de sapo (entrometido, para quienes desconozcan parte de la zoología humana de Colombia) me puse a buscar artistas de la música o la canción fallecidos recientemente, y para no ir tan lejos, averigüé los fallecimientos a partir de estos locos años veinte. Se han ido decenas en todo el mundo y que, claro, a muchos no los conozco, y digo muchos porque son más bien pocas. Con la certeza de que las selecciones son caprichosas pero ineludibles, escogí una docena, algunos que me conmovieron, impresionaron o simplemente se colaron a punta de repeticiones o a falta de medios mejores. Vamos en orden alfabético como en el colegio.

Aute Luis Eduardo. Un tipo que hizo de casi todo en las artes y aunque sólo hubiera compuesto "Al alba", habría sobrado para recordarle.

Bejerano Ana. Integrante de Mocedades, llegada al grupo después de que dejáramos de verlo a cada dos por tres en los dos únicos canales de TV. Por lo tanto no la culpo de nada.

Corea Chick. Lo conocí por la radio en mis tardes de ocio universitario. Gran teclista de jazz fusión, lo que le dio permiso hasta de colaborar con Paco, el hijo de Lucía.

Donés Pau. Barcelonés líder del grupo Jarabe de Palo. Su primera canción “La Flaca” y la última “Eso que tú me das” son suficientes para tenerlo en buen puesto.

Gareña Mario. Intérprete y compositor transmitido por contagio en telemusiccales y lo más destacable, con una sola canción: “Yo me llamo cumbia”.

Manzanero Armando. Este mancito mexicano es uno de los grandes de todos las eras; muy televisivo también y culpable de serenatas juveniles memorables.

Morricone Ennio. Supe primero sus temas que su nombre, así como cuando un cowboy preguntaba después de disparar. Baste decir que compuso la música de El bueno, el malo y el feo, entre centenares.

Oñate Jorge. Representante del cantar vallenato, soportable después de muchos aguardientes. Llamado El Jilguero de América, especie que no anida en este continente pero debe sentirse muy honrada.

Richard Little. Uno de los músicos más influyentes de la música popular del siglo XX. Si hubiera tenido la piel más clara, tal vez lo habrían bautizado el rey del rock and roll.

Rogers Kenny. Este sí lo conocí por sus discos, además de su barba, su peinado y sus canas prematuras. No puedo negar que me gustaba su voz tejana, pero desapareció así como llegó, de pronto.

Van Halen Eddie. Neerlandés de la tribu del Heavy metal, virtuoso del alarido y las cuerdas. Quien no lo conozca, puede comprobarlo en su solo de guitarra “Eruption”.

Watts Charlie. Baterista de The Rolling Stones, el único de la lista que conocí en directo; siempre allá atrás, solo, sonriendo serio, dándole a los palitos y guiando a una banda de inmortales.

          No importa cuántos años contaban ni qué se los llevó, lo relevante es que, aunque queden sus sonidos, dejan una tronera en mucha gente. Y viendo que la música de ahora es menos memorable (o que soy más viejo) dan ganas de acumular vicios y deslices y reservar tiquetes para ir más de un show, porque es innegable que cada vez viven mejores músicos en el otro barrio.

Curso lento de idiomas IV

Son tan conocidas como usadas, las frases hechas, los dichos populares y algotras formas de paremia. Recursos del lenguaje que, con orígenes diversos se han extendido a través del tiempo y los vientos hacia muchos condados, aunque algunos se queden afincados en patios reducidos. Aclaramos aquí –a través de la tergiversación o la mamadera de gallo* como es costumbre– algunas de estas locuciones que nos sirven entre otras cosas, para salir del paso y no esforzarnos en usar la mitad del diccionario.

Sin pelos en la lengua. No ahorrar palabras de tal diccionario para decir las cosas como son, aunque se tenga la lengua de trapo.

Dar papaya. Ofrecer la oportunidad al otro (o a la otra) para que se aproveche o te haga daño, así no conozca la fruta o le diga bomba o la nombre lechosa.

Hacer novillos. En parajes españoles, no asistir a clase; dicho emparentado con la tauromaquia, por eso en Cataluña se dice fer campana, o sea –a la colombiana– capar clase.

Políticamente correcto. Término adjetivado para decir todo lo contrario de lo que realmente se diría si no fuésemos ni políticos ni correctos.

Gato por liebre. Expresión de origen gastronómico para denotar un engaño, dar una cosa por otra: como hacer pasar arroz con cosas por paella o paella por arroz con cosas.

Los trapos al sol. Sacar a ventilar los asuntos privados pendientes, ojalá en público y en voz alta, aunque dichos tejidos estén percudidos o recién mal lavados.

Barrer para adentro. Más o menos todo lo contrario. Ocultar los asuntos íntimos, con trapos o sin trapos, con escoba o sin ella, con lluvia o con sol y con pelos en la lengua.

Matar el gusanillo. En algunas partes de España, zamparse tres tapas, dos vermuts y un cigarrillo, para matar el cocodrilo antes de sentarse a comer.

Pagar el pato. Tener que asumir obligaciones o recibir castigo sin merecimiento. Por ejemplo, pagar la cuenta de un suculento minino sin plumas y con sabor a conejo.

La sartén por el mango. Ostentar el poder, tener el control, mandar; aunque los poderosos, los controladores y los mandamases, nunca hayan freído un huevo.

*Mamar gallo. En La Colombie y algunos solares vecinos, tomadura de pelo, burlarse de alguien a través de la palabra, de la labia o de la lengua, según lingüistas y otros lamedores.

Costar un ojo de la cara. Dícese de ciertos artículos con cifras inalcanzables para algunas (os) compradoras, que darían –de tenerlo– su tercer globo ocular para conseguirlos.

Pasar al papayo. Sentencia muy colombiana: matar a alguien, asesinar personas, desaparecer ciudadanos o sacrificar animales, por dar papaya o sin darla.

Como quien no quiere la cosa. Novillos, gatos, liebres, gusanillos, cocodrilos, patos, gallos. Así, con disimulo, apoyamos nuestras miserias en el otro reino animal.

Los demás Cursos los encuentra en ediciones anteriores, bajando, bajando, “porsiacas”.

¡Clic! un muerto

         Soy un fotógrafo, medianamente conocido, ayúdame, resbalé y caí en la acera. Me estoy congelando. Mademoiselle, socórrame. ¡Garçon, llame a emergencias! Soy una persona que tuvo un accidente, ayúdenme, mañana saldrán en los periódicos como héroes… Esto podría ser el grito callado de un hombre inconsciente tirado en el suelo, extraído de un mal cuento. Pero el cuento es que es una fabulación de un hecho verdadero. El pasado 20 de enero moría el fotógrafo René Robert (85), especializado en el mundillo del flamenco, etc., etc. Fue un jueves y dos días antes, en la noche del 18 al 19 cayó —por equis razón— en algún lugar de la Rue Turbigo después de salir de un restaurante, cerca de la Place de la République de París, donde su estatua principal sostiene una tabla con la inscripción: “Droits de l’homme”.

         Estuvo allí unas nueve horas a ras del pavimento, con llovizna y a unos 2ºC, en una calle donde (gracias Google Maps) a la hora del accidente, estaban abiertos restaurantes, cafés, cervecerías, coctelerías y hoteles. Una calle donde desembocan otras diez y mide algo más de 400 m. y por la que debieron transitar algunas decenas de personas aquella noche. No interesa mucho la cantidad, sino la calidad de esa gente que salió a cenar o a pasear o a emborracharse (nativos y turistas) y que no vio un habitante —tumbado en el suelo— que había estado más o menos en las mismas por el mismo lugar. Y si lo vieron, pues peor. Un clochard más, diría cualquiera, un sintecho, un homeless, un indigente, un indeseable. Un ser invisible. ¿Qué se les podía pedir a estas personas? ¿Caridad? Ahora que se envían tantos mensajes con emoticones de manos juntas (¿pidiendo rezar, pidiendo perdón, pidiendo un favor?). Y si no es la virtud teologal, entonces ¿invocamos la solidaridad? Palabras gastadas.

         Uno más. El año pasado 120 murieron a la intemperie sólo en la capital francesa. Multipliquen. Cosas del sinhogarismo, sí, ya está acuñada la palabra. Miles viven en esta situación, por miles de motivos, entre ellos la indiferencia social y la inoperancia institucional. Es verdad que muchos de ellos y ellas viven en la calle y defienden ese modo de vida, pero lo que tal vez suceda es que no saben cómo pedir ayuda verdadera o no se les sabe ofrecer. En algunas ciudades grandes, hay albergues, de día y de noche, pero son soluciones pasajeras a personas que viven así por simple pobreza, problemas familiares, de adicciones, por desplazamiento. “Si tuviera que parar a revisar cada persona tirada en el suelo en la calle por la mañana no tendría ni un minuto para ir a trabajar”, escribió un tipo acerca del hecho, en uno de esos tribunales online donde se instruye, se juzga y se condena toda la gracia y la desgracia humana.

        No descarto que no pocas almas pensarán lo mismo, y hasta les atraería hacer clic y sacarse un selfie.  Y otras se podrían preguntar ¿Dónde queda la más mínima brizna de traza humana en un acto tan simple como ayudar o pedir ayuda? ¿Cuesta tanto ese gesto instintivo? En este planeta, donde la hiperviolencia fascina, ¿qué nos puede ofrecer un crimen (porque lo es), que en lugar de sangre tan sólo nos ofreció hielo? Y otra pregunta, con respuesta: ¿Quién dio aviso a los servicios de emergencia? Pues un SDF (sí, esa es su etiqueta oficial, Sans Domicile Fixe). ¡Quién más! Por cierto, si el fallecido hubiera sido uno como el señor que alertó, un homeless de verdad, auténtico, por convicción, ni nos habríamos enterado.

Estatuing

       Se estaba contemplando oficializar un nuevo deporte, por su extendida práctica mundial y la adhesión de miles de jóvenes y otros no tanto, todos entusiastas de la pirueta, el asalto, la furia y la razón: el ajusticiamiento de estatuas y a quienes representan. Y se ha desistido, por ahora, de darle tal estatus, al detectar que tal vez se haya tratado de una moda pasajera, que como el Yo-Yo o el trompo llegan como se van, de pronto y de vez en cuando.

       La última oleada la vivimos al mejor estilo vigente, en vivo, online, in vitro y otras plataformas de comunicación, a cuenta de conquistadores, fundadores, esclavistas, genocidas y otros practicantes de disciplinas no extintas del todo. Competencias que fueron transmitidas en los estilos de pintada, derribo, decapitación o lanzamiento al agua. Monumentos como el del rey Leopoldo II de Bélgica fueron agredidos, en un rendimiento de cuentas que tal vez se queda en el fugaz acto vandálico ante una figura como la de este monarca, que por el hambre del caucho se llevó por delante cerca de diez millones de personas en el Congo a finales del S.XIX. Sí, es una forma de expresión de un sector que siente también como agresión, que estatuas, bustos, calles o plazas lleven nombres de personajes que en su momento hacían lo que se hacía en el momento, rutinas tan naturales como la trata de blancas tan oscura y tan actual, como la explotación de modistas sumergidas que surten el prêt-a-porter tan chic y tan global.

       Ya Conrad se había encargado de poner en su sitio ese período aciago de la colonia belga con El corazón de las tinieblas. ¿Por qué no tomar por ahí? Una estética puede combatir otra. ¿Qué hacer con tanto bronce, tanto mármol, tanto agravio? ¿Qué destino dar a esos erguimientos En honor, In memoriam, que fueron aplaudidos al ser engastados en sus pedestales, tan visitados y depositarios de ramos, coronas y loas? En Budapest, por ejemplo, hay un museo donde simbologías o figuras como Marx o Stalin han sido reunidas en un parque, ya no como homenaje sino como una manera de contar y deglutir la historia de otra manera, no “derribar y enterrar” al estilo de los totalitarismos, como arguye uno de sus impulsores.

        El general Lee, confederado y ahora grafiteado en Richmond, Sebastián de Belalcázar, en el grado de adelantado y a medias derribado en Cali, o un tal Colón, o un fulano Husein, son algunas de las estatuas que han sido escogidas y cuestionadas en su derecho de permanecer o no, incólumes y altivos, o ser defenestrados y aniquilados; todo por sus preseas ganadas en la mala praxis del poder o de servirlo. Y más que el poder de turno o los vientos ideológicos que soplen, historiadores, sociólogos y sobre todo artistas deberían alzar la mano para intervenir. Ya lo ha hecho el británico Hew Locke, que redecoró el monumento al esclavista Eduard Colston, que en la modalidad de clavados cayó a las aguas del puerto de Bristol, peana que ahora ocupa (en impresión 3D) una activista del movimiento Black Lives Matter. O el artista francés James Colomina, quien, en Barcelona —después de que en sesión plenaria (muy civilizada) retiraran la figura del marqués y negrero español Antonio López y López— ha encaramado en su lugar una de sus obras rojas, Humanidad, un abrazo entre un muchacho y un gran oso de peluche.

       Por ahí debe ser la cosa. Intervenir o reemplazar con obras efímeras o permanentes que abran un camino, no para ocultar la historia y sus actores, sino como un ejercicio para redefinir relatos y protagonistas; actos que requieran menos músculo atlético y más seso gimnástico.

¿Por qué?

Se desempolvan algunos porqués, pues las respuestas aún desandan el aire, porque el viento de las horas no los despeina; y se añaden otros porque las preguntas se siguen asomando y porque a principios de cualquier enero da una pereza infinita escribir columnas.

¿Por qué duran tan poco los años?

¿Por qué los culpables insisten en que son inocentes?

¿Por qué el pan con mantequilla siempre cae por el lado de la mermelada?

¿Por qué las modelos de pasarela nunca sonríen?

¿Por qué me dijo que no, en lugar de decir que sí?

¿Por qué se sigue diciendo “de que” cuando no es, y se desecha cuando sí es?

¿Por qué duran tanto los domingos?

¿Por qué se me pierde un calcetín y no los dos?

¿Por qué el sorbete de curuba hay que batirlo otra vez?

¿Por qué, mi amor, por qué?

¿Por qué, Chiquitita, dime por qué?

¿Por qué las cerezas vienen de dos en dos del árbol y caen en los cócteles de una en una?

¿Por qué unos niños vienen con el pan debajo del brazo y otros no?

¿Por qué el rey de bastos tiene menos lustre que los monarcas europeos?

¿Por qué hacerlo difícil, si fácil también se puede?

¿Por qué los héroes del cine corren en cámara lenta con una explosión detrás?

¿Por qué será que no me gustan las cortinas?

¿Por qué será que el vecino de la acera de enfrente se compró un telescopio?

¿Por qué será que ser mujer es tan difícil si ser hombre parece tan fácil?

¿Por qué se calienta el huevo cuando lo frío?

¿Por qué los banqueros son ricos y yo no?

¿Por qué escupen tanto los futbolistas?

¿Por qué los reguetoneros no pasarán a la historia?

¿Por qué los ateos exclaman ¡Dios mío! cuando se les aparece el diablo?

¿Por qué será que ser hombre es tan difícil si ser mujer parece tan fácil?

¿Por qué Colón y Caperucita tomaron el camino más largo?

¿Por qué los basquetbolistas no escupen?

¿Por qué los creyentes dicen ¡al diablo! cuando deberían decir adiós?

¿Por qué soy esclavo de mi smartphone?

¿Por qué los políticos son ricos y yo tampoco?

¿Por qué no venden pulgares de repuesto?

¿Por qué Dumbo no vive en Botswana?

¿Por qué las hojas caen en otoño y no suben en primavera?

¿Por qué ahora los rusos y los chinos son más capitalistas que yo?

¿Por qué aumentan la edad de jubilación para los desempleados?

¿Por qué en Inglaterra gritan ¡yeah! cuando celebran un goal?

¿Por qué el punto G importa más que el punto de inflexión?

¿Por qué si reciclo, no me hacen parte del negocio?

¿Por qué los viejos roqueros están tan viejos?

¿Por qué es tan difícil conversar en lenguaje inclusivo?

¿Por qué no te vacunas, güevón?

¿Por qué no, ¿ovariona-güevona?

¿Por qué, per què, por quê, pourquoi, perché, warum, why?

Efemérides, o el lío de las fechas

Cuando cursaba la primaria, cuarto o quinto, a mediados de los 70, existía una actividad que se llamaba el Centro Literario. De Centro podría decirse que sí, que era correcto nombrarlo de esa manera, pero sería más preciso si dijera que más que centro, era al frente, en todo el centro. Y de Literario, pues algo, más bien pocón. Y sí, tocaba salir al frente, al centro y hacer “alguna gracia”. Algunos declamaban versos almibarados o coplas y retahílas populares. Alguien leía citas sacadas de la revista Selecciones y yo no fallaba con las Efemérides, las fechas notables. Y cuando llegaba el momento en que debía cubrir ese largo trayecto desde el pupitre hacia la tarima, no lo parecía tanto como el deseo de nunca llegar. Pero como tocaba, días antes buscaba en la pila de periódicos de casa y escogía varios hechos que cubrían parte del mes de turno. La sección decía: Hace 25 años, sucedió tal cosa, Hace cincuenta años, tales otras, y leía ante mis compañeros clavado en el papel: el 29 de febrero de 1975 –por decir una data inexistente– nació Nosequién, invadieron Quiensabedónde, encontraron Nosequécosa.

         Y no Hace mucho, para saltar en el tiempo mas no en las angustias, fracasé llenando un formulario en Internet. Bueno, sólo por unos minutos, pero tuve que empezar de nuevo la tortura porque la web, con delicadeza, me dijo: “mijo, así no se pone la fecha”, y me sacó de una patada poco delicada del sitio, como a un vaquero borracho del saloon. No sé ustedes, queridas lectoras y queridos lectoros, pero la notación de las fechas a veces nos confunde, según en qué idioma, según la ISO, la RAE y otras sabiondas; o según el genio informático, a saber: 29 Feb 75, 29/02/1975, o sólo el mes y el año, o te ponen a escoger en un menú, o de un calendario que a veces se atasca como se nos atascan algunos días. Y siguiendo con el tema pero cambiando, ignoro desde cuándo a ciertos acontecimientos se les arroga el número del día y la inicial del mes. Y sí intuyo por qué. Porque son días fundamentales, inolvidables o remarcables en el calendario de la humanidad. Verbi gratia (como decía el tícher de Castellano): el 11-S que es el 9-11 anglosajonamente escribiendo; ese día en que la televisión no paraba de repetir –como si fuera un gol inolvidable– el choque espantoso del segundo avión contra la torre gemela sur. Sí, fue terrible, pero también en un 11-S se inició la dictadura que duraría 17 años en Chile, o cayó Barcelona a manos borbónicas en 1714. Fechas globales que hacen olvidar fechas locales.

         Sigo saltando en el tiempo, y como arribamos al último mes del año, esperamos la llegada del día señalado, que se pregona desde el 2-N, es decir, después del Halloween y del día de difuntos. El 25-D, jornada en que nació Humphrey Bogart, dueño de la peor mejor voz del cine y adicto al fijador Lechuga; la misma fecha en que fusilaron a Ceausescu, el peor mejor opresor rumano y adicto a sí mismo; o día en que Joan Miró llegó desde alguna constelación, empedernido del crear y del tabaco. Un 25-D para conmemorar entre el mundo cristiano (y los conversos porque es festivo) el nacimiento de un tal Jesús de Belén de Judea, o sea, de Nazaret de Galilea. Buena fecha para que el niño de entonces y el de ahora, les desee Feliz Navidad, cuando sea Navidad. Y un año superior, si no es mucho pedir.

Curso lento de idiomas III

Navegando por ahí, aparecen documentos curiosos como el del señor Günter Haensch, lingüista, lexicógrafo y traductor alemán. Aparte de numerosos estudios y diccionarios de americanismos, dedicó, en no más de cuarenta páginas un texto llamado: “Anglicismos y galicismos en el español de Colombia”. Como ya sabemos (a veces no tanto) el lenguaje migra, se entromete, se aclimata, irrumpe, usurpa, se acomoda, se mimetiza, se apropia. El lenguaje es riqueza, diversidad; es sostenible, resiliente y resistente, como todo ahora. Es contacto, mezcla, revoltillo, sumas y restas, apertura de coco, acervo, herencia, futuro, entendimiento y choque, respect, fraternité, ignorancia y saber. En la Locombia (como en toda Latinoamérica) el idioma español, a diferencia de otros seres vivos, sólo crece y se reproduce, sin tregua, pero también atesora vocablos que suponemos muy nuestros, pero que en realidad son préstamos de otras lenguas, que las han traído a su vez, de otras y éstas de otra, así, hasta llegar a las lenguas madres y abuelas.

         Presentamos aquí algunos ejemplos de la recopilación del citado y desaparecido estudioso teutón (“contaminado” por colombiana); todos, ilustrados con las mejores intenciones y como es costumbre, con sus bienintencionados aguijones.

Carro. Vehículo de transporte, del inglés car, que en el Reino de España insisten en llamar coche, palabra de origen húngaro, al parecer. Si se le dice auto o automóvil deberíamos entender.

Clóset. Armario empotrado adonde acuden amantes furtivos y de donde otros salen. En el cono sur, prefieren el francés placar (placard). También salen y entran las mismas criaturas.

Gamín. “Niño de la calle”, importado de Francia (el término, no el niño) que solía (suele) deambular por las calles en búsqueda de comida, pilatuna o pillaje menor. Algunos se han instalado en órganos legislativos en búsqueda mayores ambiciones.

Briqué. Del franchute con te final. Adminículo que algunos llaman encendedor, yesquero, mechero, fosforera, que cuesta hacer funcionar cuando no fumamos y que cuesta pedir cuando queremos fumar. Algunos piden candela, fuego y listo.

Coche. Vehículo de transporte para bebés, que en la península insisten en llamar carrito.

Brasier. Sutián en algunos condados, sostén en otros, sujetador también; artilugio de postura elemental para sus usuarias y de incomprensible desmonte para algunos opuestos.

Vestier. También, probador, vestidor. Lugar pequeño donde caben tres chicas; teatrino donde se prueba ropa que se pretende comprar, otra que nunca llevaríamos y otra inalcanzable.

Coche (2). Carruaje, vehículo tirado por caballos, prohibido por algunos burgomaestres que, a su vez, se transportan -con suficientes caballos de fuerza (horse power), o caballos de vapor (cheval-vapeur)- en suntuosos cochazos y carrazos.

Bluyín. Prenda gruesa de algodón para meter las piernas (y la pata si cabe), generalmente de color blue y en forma de jean. En España, vaqueros, y a su vez éstos, cowboys.

Champaña. Bebida muy reputada si se pronuncia champán, mejor aún si se arriesga decir champagne. Si no hay capacidad de rie$go, vino espumoso.

Chores. Pantalón corto que en Bermudas son traje oficial masculino y en las zonas tórridas del mundo se las pone todo el mundo. Al cortar un bluyín, se obtienen unos shorts o mochos.

Chofer. Así, palabra aguda, como algunos conductores y las choferesas. En Hispania, le zamparon la tilde, chófer, como si viniera del inglés y condujeran por la derecha.

Ful. Que el cine está lleno. Que al carro no le cabe más gasolina. Que al clóset no le caben más infieles, que al vestier no le caben más infielas. Ful-chévere-bacano. Ciao pescao.

Las vanidades de la Feria

         Tal vez suene trasnochado el tema, pero quedan flecos no contados acerca de la presencia colombiana en la 80ª Feria del Libro de Madrid que terminó el pasado 26 de septiembre. Las editoriales y los libreros quedaron contentos con los resultados y la asistencia, a pesar de las eternas colas y el espacio reducido. No así medio país invitado, a causa del resbalón del Embajador y toda la avalancha que se le vino encima; es cierto que el diplomático rectificó, pero le pasó como al niño que mete el dedo en la cubierta en su torta de cumpleaños y al tratar de maquillarla, empeora.

          Ya ha corrido mucha tinta, saliva y píxeles, y gente más versada habrá dicho más o menos todo. Pero la verdad más llana es que los “organizadores colombianos” no querían en la Feria a gente que no rezara su canon. Lo tenían clarísimo. Y no les importó. ¿Candidez? ¿Prepotencia? ¿Ignorancia? ¿Vanidad? Pocos, salvo ellos y sus pajes se creyeron el cuento de la “neutralidad”. Como asistente autoinvitado, debo decir algo que no se sabe. Hace un año (las fuerzas oscuras a simple vista) echaron a la caneca el proyecto Transterrados del Instituto Caro y Cuervo, iniciativa que incluía en dicha Feria a algunos escritores residentes en España, entre poetas y narradores, menos célebres, pero en pleno derecho. Y otra perla: los consulados en España (poco antes del evento) convocaron a escritores y vinculados al libro para presentar propuestas para asistir a la Feria, con la promesa de darles un espacio (se entiende que además una silla, un micrófono y una botellita de agua) pero con la salvedad de “Hacerse cargo de las invitaciones y la convocatoria al evento”. Es como decir: si su presentación es aceptada —como dicen acá— usted se lo guisa y usted se lo come. Creo que la convocatoria nació muerta (me abstuve de participar) o la desaparecieron en el país de los desaparecidos.

          Por otra parte, hay que puntualizar que el país invitado de honor era Colombia (la literatura colombiana), no el gobierno de Colombia. Es decir, los creadores, tanto de ficción, poesía, o ensayo. Y todos no podíamos ser invitados, es evidente. Como es evidente que si un país (su gobierno) se precia de “diverso y vital” como cacareaba el eslogan, habría invitado a lo mejor de sus escritores. Sabemos que las listas en el ámbito que sea nunca son del agrado de todos. ¿Las diez mejores  películas del siglo XX? ¿Las 50 mejores novelas de la historia? Aquí entra la señora subjetividad a jugar. ¿Dejarías por fuera Ladrón de bicicletas? Dejarías al margen Archipiélago Gulag? Creo que no. Apellidos como Bonet, Ospina, Vallejo, Restrepo o Vázquez, te gusten menos o más, son figuras internacionales, traducidas y requeridas en encuentros de todo el mundo. Si los dejas fuera de una cita tan importante como irrepetible, es que además eres sectario(a) y vengativo(a). Seguro que estos y otros autores(as) habrían estado encantados en asistir, pero no representando a un gobierno sino ofreciendo su literatura al público madrileño y a los miles de colombianos que viven allí. 

         Pero no, la presencia de una Colombia no fue más que un sainete a la mejor manera nacional. El gobierno colombiano hizo el ridículo antes de empezar la Feria (y deben creer que nadie se dio cuenta). Lo curioso es que el escándalo fue lo poco que la prensa madrileña reseñó acerca del país invitado. Si hubieran estado quienes debieron estar, seguro que el taco de gente habría sido mayor, las charlas habrían estado más nutritivas, la prensa más pendiente y las filas para firmar libros habrían colapsado el recinto, síncope truncado gracias a las lumbreras vanidosas que tuvieron un año extra para preparar la Feria, tiempo suficiente para cagarla. Y lo lograron.