La "gente" son los demás

         Suele quejarse la gente de la cantidad de “gente” que hay, por ejemplo, a la entrada de un sitio de tapas muy de moda, o en la plataforma del bus o del metro; o para ir más lejos, en cualquier playa veraniega. Otra cosa es cuando se asiste a una manifestación por cualquier cosa manifestable, a un concierto o a un partido de fútbol o a la fiesta del barrio; se sabe, se tiene asumido que habrá mucha gente, pero la gente suele quejarse de “cuánta gente que hay”. La gente es la que nos rodea y aceptamos, o no. La gente es la que está al otro lado de alguna pantalla y aceptamos, o no.

         Es verdad que a veces hay más de la esperada como en el Ponte di Rialto en Venecia, en la Feria del Libro de Bogotá, o Las Ramblas de Barcelona, o frente a la tumba de Jim Morrison en Père-Lachaise. ¿Pero acaso quien se queja no es parte de esa “gente” que tanto le incomoda? La tan mentada masificación (que no es otra cosa que amasarse los unos a los otros) no obedece sólo a estos tiempos tan masificadores. Y si el sitio es público, promete emociones y además es gratis, qué mejor, sea la época que sea.

         A ver, vamos a exagerar: en épocas del Santo Oficio ¿quién querría perderse las abjuraciones de herejes y relapsos y asistir a su estrangulación y/o quema públicas? Pues sólo el condenado; así parecía ser. Si nos acercamos al Museo del Prado –pleno de gente– podemos ver “Auto de fe en la plaza Mayor de Madrid”, de Francisco Rizi, donde más o menos dos mil almas esperan el espectáculo inquisidor en palcos, balcones, tribunas o a pie de cadalso. Están quienes abrazaban la fe y gozaban con ver abrasados, y los que –aunque no quisieran ver– querían ser vistos. O ¿quién dejaría de ir a las carreras en el Circus Maximus, donde cerca de 300.000 almas aupaban a los Fangios y a los Alonsos de la época, con sus carros y sus corceles de fuerza? Pues los que no podían o Roma les quedaba lejos; o quienes se quedaban dándole vueltas al peristilo, chateando.

         Por otra parte, volviendo al tiempo real, está dando vueltas como cualquier turista el fenómeno FOMO, que no es otra vaina que el físicopánicoquímico a perderse algo, algo presencial o sobre todo en la red, esa telaraña en la que “la gente” queda pegada como moscas a la miel para no decir otra cosa menos viscosa. A la gente siempre le ha gustado estar donde está la gente, porque si no estás donde la gente está, la gente no te ve; y a quien no ve la gente así se harte de ella, parece que es menos gente.

         A otros (gente minoritaria) les pasa todo lo contrario. No quieren salir de casa. O de su habitación. Y ahí entra con su venia, el señor Hikikomori, un síndrome que se la pasa aconsejando a cierta gente, que quedarse consigo mismo es el summum, lo supermegaguay. Fobia social, dirá el especialista, pero a quien lo padece o lo disfruta, qué más le da. Yo con yo y la gente afuera. Tan normal y tan raro, como que nos dé por lo mismo cualquier domingo en la tarde.

         Sí, “la gente” es la gente. La gente son los demás, los que hacen las cosas mal (o lo inverso a lo que creemos que está bien); la gente es la que está en el sitio donde estamos (y sería deseable que no estuviera). La gente es la que nos empuja y nos aprieta (y que no dejamos de estrujar). La gente es esa masa que está a nuestro alrededor (aunque seamos el alrededor de esa gente).

         ¿En qué quedamos? ¿Nos movilizamos? ¿Nos quedamos en casa? ¿Nos restregamos un poquito? ¿Vamos a loar a los héroes en los estadios? ¿Salimos a ver linchamientos? ¿O lo hacemos desde nuestro teléfono móvil, inmóviles, encerrados, lejos de los demás?