Un relato más

OTRA DE CAPERUCITA

Darle un beso a la Bella Durmiente no fue cualquier cosa y mucho menos cosa del otro mundo. Fue un beso de mujer a mujer. De mujer despierta a mujer dormida. Bueno, de niña a jovenzuela. Pero beso. Y profundo. Y verdadero, no como los ósculos propagandísticos que algunas estrellas del pop –muchos años después– optaron por estamparse para vender más discos.

         Caperucita, muy dada a tomar los caminos más largos, no sólo había abandonado las páginas habituales de todos los tergiversadores de su historia, sino que había saltado sobre los calendarios como quien salta con pata de cojo sobre una rayuela descortazarizada. Una vez comida y fagocitada por el Lobo Feroz y después del rescate intrépido de entre las entrañas del impostor con colmillos y ojos y fauces de abuelita, Le petit chaperon rouge adquirió la facultad de traspasar las hojas de papel y las tapas de los libros con la facilidad con la que los olores viajan sin pasaporte, como el aroma de panza de lobo abierta en cruz, para no ir tan lejos. Allí, en el desorden de la biblioteca, entre telaraña y telaraña, ella pasó directo al libro de LaBella, sin intermediarios, cosa que agradeció el resto de su vida repetida, pues de haber tomado hacia el lado contrario se hubiera encontrado entre las páginas amelcochadas del osito Winnie the Pooh. Una vez dentro se dio cuenta de que un sitio así era más suyo, más juvenil, acorde con su precocidad, condición que ninguno de sus lectores en tantas generaciones y los críticos de siempre habían siquiera notado. ¿O es que ir por el bosque a esa edad tan temprana con semejante encargo no era propio de alguien más maduro? ¿O es que mantener una conversación infantil con un lobo y contra su voluntad no era de una chica hecha y derecha? Prestarse para eso sin perder la compostura, la acreditaba –según ella– para cosas mayores, o de mayores, como por ejemplo un beso.

         Sí, la besó. Descaradamente y con lengua. Y lo hizo a sabiendas de que la historia tenía previsto un beso tierno y salvador propinado por un príncipe de color azul, tal vez con capa, pluma en el sombrero y botas de montar. Nada más grato que truncar una historia de almíbar con casa real de por medio. ¿Por qué tendría que ser un heredero al trono y no un poeta pobre pero honrado, por ejemplo? Sí, el príncipe estaba buenísimo, pero al parecer a él no le bastaba con tenerlo todo y pretendía una vez más aprovecharse de una mujer en la indefensión del sueño. Sí, Caperucita la besó y LaBella sintió cómo unos labios carmines y húmedos rozaban los suyos y al entreabrirlos, una serpiente inquieta y deliciosa lubricó su interior reseco por la espera y por los años. Al abrir lentamente los ojos, descorriendo la cortina perfecta de sus pestañas negras, negrísimas, LaBella vio cómo otro par de ojos pequeños y certeros le decían todo lo que quería oír.

         LaBella le hizo un lado en el lecho y las dos mirando al techo despotricaron de Perrault, de los Grimm, de un tal Basile y hasta del oportunista de Disney. Las dos, mofándose de sus destinos perentorios que acababan de ser trocados como por arte de cuento, se pusieron a hacer planes hasta que se hizo de noche, momento en que ellas supieron muy bien lo que deseaban. Salieron al balcón para ver la luna creciente y estando en eso vieron cómo del castillo de enfrente una chica muy elegante huía despavorida y cojeando por una escalinata rumbo a un coche de corceles con cara de ratón. A LaBella le pareció que a la chica se le había perdido un zapato o que tal vez se había torcido un tobillo y sugirió ir en su ayuda, pero Caperucita estrenando celos le aclaró las cosas:

–Déjala, la conozco –dijo mientras le apretaba la cintura–. Esa no es de las nuestras.

Tomado de Cortoletrajes II, libro de relatos en obras.