No hace mucho recorrí esta carretera. Si lo hubiese hecho hace un año habría visto lo mismo. Si fuera a recorrerla en seis meses, tal vez me encontraría con algo similar, pero con nuevos protagonistas. No se trata de la famosa carretera, “la mamá” de las vías de América y sus casi 4.000 kilómetros que unen Chicago y Los Ángeles. No. Se trata de la ruta que une a Bucaramanga con Pamplona y encaja con la Nº 55 que lleva a Cúcuta y después a Venezuela por la 70.
Ya había notado el fenómeno en la prensa y en algunas imágenes recibidas cuando eran novedad. Digo fenómeno para no decir tragedia y si le agrego vergüenza no sería una exageración. Nada como ver las cosas en vivo sin el filtro de las pantallas o el papel. Vi –en dirección contraria– decenas de personas caminando. Grupos de muchachos. Familias enteras. Algún solitario. Van, van “echando pata” hacia adelante y a cada paso se abre más el abismo de haberlo dejado todo y la aventura de no saber hacia dónde les lleva cada curva. Vi sobre todo gente joven, la que al otro lado tampoco tiene oportunidades y ha sido malcriada con subvenciones que ya no dan ni para el pan. Jóvenes, jovencitas, matrimonios con hijos pequeños que caminan como si fueran de excursión escolar; bebés que entre su candidez y el fogón de la travesía ven árboles bajos, después otros inmensos y otros de naranjas, de guayabas. Y siguen, la cinta gris del asfalto no acaba y además de algunos atascos –que ellos aprovechan para pedir algo a los conductores– los caminantes encuentran un par de campamentos humanitarios, para detener su exilio por unos minutos y tal vez mirar atrás.
Cuentan que algunos se aprovechan de las ayudas. Cuentan que algunos roban. Cuentan que algunos piden y ponen tarifa. Que alquilan sus hijos por horas para lograr conmiseración y algunos pesos. También habrá quien agradece y sigue su camino. Verdades o mentiras a medias, pero lo único que parece cierto es que ya deambulan por Colombia cerca de millón y medio de personas con la mochila y la desesperanza a cuestas, en un país que no tiene capacidad para absorber este flujo, como tampoco sabe cuidar de su propia gente, la que llamamos desfavorecida y dentro de la que se cuentan más de 7 millones de desplazamientos internos, la mayor cifra en el mundo, más que el éxodo sirio. S-i-e-t-e millones de personas que tuvieron que dejar su casa. Desterrados en su propio país. Otra tragedia. Otra vergüenza.
Pero vuelvo al refugio de la ventanilla y los veo seguir; los vecinos hijos de Bolívar siguen y la vía les muestra otros árboles que conducen hacia el frío; la manga corta ya no sirve y las bermudas quedan obsoletas. Esperan que el futuro esté en Bogotá, en el Ecuador, en el Perú, en Chile; ellos persisten y tal vez ignoren que primero deben remontar –por ejemplo– un páramo que los espera a más de 3.000 metros por la Ruta 66. Tampoco sabrán que antes, al entrar en Pamplona, hay una señora que con algunas ayudas externas ofrece las habitaciones de su casa con camarotes y colchonetas donde da cobijo a mujeres y niños; los hombres esperan afuera y algunos ayudan a preparar una paila de un metro de diámetro con arroz y una olla inmensa donde bullen litros de sopa que dan de comer más o menos a 300 personas al día, según sus cuentas.
La visité en mi último trayecto, hablamos, me mostró su albergue y como gran vaina le di un par de tenis de mi hija y unos botines propios (esos que tiramos porque ya tenemos antojo de unos nuevos). Los agradeció con emoción y me aseguró que hay gente que llega con los zapatos deshechos y otra que llega descalza. Por ahí andará la donación, echando pata por carreteras, descansando en un parque, en algún terminal, en algún recodo de la ruta, no la del pelo al viento y las motos y los aventureros bienaventurados rumbo hacia Santa Mónica, no. Van por la ruta de la tragedia y la vergüenza.
Artículo publicado en el diario “La Opinión” de Cúcuta, Colombia el 4 de octubre de 2019