¿Cuántas veces al día?

¿Cuántas comidas al día? Terreno de expertos. Las tres reglamentarias no pueden faltar y las dos intermedias tampoco. Sí, son cinco, (los afortunados). De las actividades diarias habituales, la más repetida por supervivencia y por placer es el acto de comer. Se desayuna en familia, con la pareja o en soledad. A la media mañana, se come en el recreo, en la oficina, en el café de la esquina. Y otra vez el bostezo y dele, el almuerzo, el lunch, la comida y a media tarde, la merienda, las onces, el algo, el tentempié, el pecado. Y en la noche más de lo mismo. Cansa, diría alguien. Y toca. Y como toca, pues hay que intentar comer rico y comer bien. Y lograrlo. Y acompañar con algún brebaje.

         Eso, beber. Beber más de dos litros de agua es la cantidad aconsejable según se lee por ahí, para que el ser humano mantenga parte de su salud y la orina clara. (Un caballo –sólo por comparar– bebe más o menos cuarenta y mea color cerveza). ¿Pero en cuántas tandas? Hay quienes corren y sudan en gimnasio, calle y parque llevando su botellita de agua; y beben, claro, en sorbos pequeños como dicta la norma. Y quienes no se mueven tanto ¿podrían homologar a esas cuentas lo que suman durante la jornada como la leche, el café, la gaseosa, el vino, el caldo y los tragos amargos? Por supuesto, diría la otra, líquido es líquido.

         Por supervivencia y por placer se dijo arriba. ¿Y el trabajo? ¿Cuántas? (los afortunados).  Se podría decir que se trabaja una vez, partida en dos. O una sola, o media vez. Por placer lo hace una minoría y por supervivencia lo hace el resto, “porque el trabajo para mí es un enemigo” y lo hizo Dios como castigo, según dice el merengue apambichao. Ocho horas al día trabajando, minutos más, minutos menos, leyendo, escribiendo, pensando. Se vive trabajando, se trabaja trabajando. ¿Cuántas veces? ¿Hasta cuándo? Se trabaja toda la vida sólo –para al final– dejar de hacerlo.

         ¿Y dormir? Una vez durante ocho horas como diría el mismo experto en comidas. Y agregarle una siesta de diez minutos, o de diez años no estaría mal. También se duerme en el trabajo, en el transporte público, en la misa, en clase; se duerme en el juzgado, se ronca en las conferencias, en los parlamentos, se duerme viendo la tele (¡otro indicador vital!) y se duerme hasta en la cama según algunos sondeos. Digamos que una vez al día, pero durante la noche. Y si hacemos más cuentas, nos la pasamos un tercio de la vida durmiendo. “Dormir, acaso soñar, ay, ahí está el problema” dicen que dijo Hamlet.

         Y si regresamos a la supervivencia y al placer, llega el sexo. ¿Cuántas? Otros expertos dicen que se practica alrededor de dos veces por semana entre parejas estables. ¡Ni cero coma tres veces al día! Si quitamos a los más atléticos y menos expertos, si sacamos –por respeto y por rigor científico– a los practicantes del celibato, a los discípulos de Ogino y a los inapetentes, y si además dejamos de lado las lunas de miel, los encarnizamientos irreparables y las prácticas lucrativas, el sexo queda por los suelos en la actividad humana diaria. No puede ser, si refresca más que el agua, es más divertido que el trabajo y más sabroso que la langosta en espuma.

         No puede ser. ¿Y si nos diera por cambiar las proporciones? ¿Qué tal si trabajamos sólo hasta el mediodía, previo polvito antes del desayuno? Bueno, habrá que hacer la pausa para un cafecito, un cruasán, una empanadita ¿Y si nos fajamos una siesta larga después de un buen menú? Y en la tarde, ya que no hacemos nada, habrá que leer algo picando algo ¿no? ¿Y otro revolcón de piscolabis cuando caiga el sol? ¿Y ver la tele y dormir después de cenar? Pero de aquello nanay para ser coherentes con las estadísticas. No puede ser.

         Aunque cambiar renueva, tal vez lo mejor sea que cada quien deje todo más o menos como está. O tal vez no. O si las veinticuatro horas le dan tiempo, imagine usted otras variantes placenteras para su día a día, pero seguro terminará comiendo más veces que cualquier otra acción. Lo demás son sólo sueños, como los del príncipe danés o los de El negrito del batey.