En la oficina de empleo

No soy filólogo, ni lingüista, ni especialista lexicográfico. Sólo un man que le da a la tecla casi a diario y se interesa por el lenguaje; el que se usa, el que se maltrata, el que muta, el desconocido, el que se olvida y el que se ha quedado en la trastienda.

El castellano –dicen por ahí– cuenta con cerca de 90.000 palabras y los americanismos se le arriman. Otros idiomas tienen más o menos y seguro que hay más en la calle, pero de todo este caudal, una persona de mediana educación utiliza tan sólo el 10% y aunque sepa el doble, no lo usa. Pobre balance, estando en la época de las gigacomunicaciones.

         Abramos pues algunas gavetas, desempolvemos algunos anaqueles, abramos algún seibó para sacar a esas señoras palabras, a esos señores vocablos que si bien hemos leído o escuchado alguna vez o todo lo contrario, han pasado a la obsolescencia como prendas de atrezzo. Van algunas, pues, con significados caprichosos que según las geografías y los legados caseros pueden colisionar con otras acepciones de otros mapas y otras heredades.

Aldaba. Pieza metálica adherida al portón y que si no ha sido reemplazada por un timbre, retumba en el zaguán. Si queda portón y si queda zaguán.

Cogote. Donde termina o comienza el tuste que es lo mismo que la testa, donde apretaba el              garrote y zanjaba la fiesta.

Antiparras. Gafas, lentes, anteojos, “quevedos”; adminículo que da sentido a las orejas y a las narices. Y a los ojitos, off course.

Patán. Hombre brusco, de malas maneras, que cuenta con un séquito entre el que se encuentran algunas patanas.

Cigoñino. Así como lo es el corvato del cuervo, el guarnigón de la codorniz, el perdigón de la perdiz. El querido polluelo de la cigüeña.

Tronchar. Quebrar algo de manera manual, ya sea una mano, un tobillo o el bastimento para un buen sancocho o un gran cocido.

Culillo. Perturbación exclusiva del reino animal similar al miedillo, pavorcillo, temorcillo o paniquillo en el centro del anillo.

Vagaroso/a. Que va por el mundo, por las calles, errabundo. Como la mariposa, que Pombo no sabe por qué va de rosa en rosa.

Implume. Ser vivo o muerto que carece de plumas, como un pollo asado, un elefante crudo o un cliente de banco o casino.

Carranchín. Algo así como ronchas transitorias, sarpullido, o miles de granitos de origen conocido que se transmite entre desconocidos.

Ciclán. Persona –generalmente del género masculino– similar al cíclope pero en la zona testicular, es decir, de carambola imposible.

Chuspa. Bolsa pequeña, de materiales como la tela, el cuero, el plástico o el grafeno y que sirve, por ejemplo, para guardar las antiparras.

     Allí están, ellas son, y llegarán más. Harán fila con su curriculum vitae bajo el brazo a la búsqueda de vacante temporal o precaria. No, la verdad, sólo intentan entrar en una conversación, en un cuento, en algún poema. No quieren sueldo, necesitan empleo.

Publicado en el diario La Opinión, el 6 de marzo de 2020

Algo personal, pero prestado

Me lo encontré la otra noche, en un sueño. Y le pedí permiso. Además cometí ese acto pueril pero irrefrenable que sufrimos algunos mortales frente a otros mortales inmortales: demandarles un selfie. Esto, para abultar el acervo exiguo de cosas por contar y para enviar la foto a un afecto para que se enroscara de envidia. Aceptó con su risa bonancible la segunda solicitud y para la primera me dijo que sí a secas. El Nano —así le decimos los amigos de verdad y los amigos en sueños— después de su aprobación me dijo con sorna que ojalá alguien nos leyera, y antes de darse la vuelta y subir a su casa de la calle del Poeta Cabanyes, pude ver de nuevo sus dos lunares en la mejilla y su suéter cuello de tortuga.

        Mi petición no era otra que reproducir una de sus canciones, ante mi escollo para decir ciertas cosas a ciertos personajes y que al escribirlas no podían ser mejores, más precisas y más vigentes que la letra del cantautor. Aquí va, pues.

ALGO PERSONAL

Probablemente en su pueblo se les recordará / Como cachorros de buenas personas, / Que hurtaban flores para regalar a su mamá / Y daban de comer a las palomas.

Probablemente que todo eso debe ser verdad, / Aunque es más turbio cómo y de qué manera / Llegaron esos individuos a ser lo que son / Ni a quién sirven cuando alzan las banderas.

Hombres de paja que usan la colonia y el honor / Para ocultar oscuras intenciones / Tienen doble vida, son sicarios del mal. Entre esos tipos y yo hay algo personal.

Rodeados de protocolo, comitiva y seguridad, / Viajan de incógnito en autos blindados / A sembrar calumnias, a mentir con naturalidad, / A colgar en las escuelas su retrato.

Se gastan más de lo que tienen en coleccionar / Espías, listas negras y arsenales / Resulta bochornoso verles fanfarronear / A ver quién es el que la tiene más grande.

Se arman hasta los dientes en el nombre de la paz, / Juegan con cosas que no tienen repuesto/ Y la culpa es del otro si algo les sale mal. / Entre esos tipos y yo hay algo personal.

Y como quien en la cosa, nada tiene que perder. / Pulsan la alarma y rompen las promesas / Y en nombre de quien no tienen el gusto de conocer / Nos ponen la pistola en la cabeza.

Se agarran de los pelos, pero para no ensuciar / Van a cagar a casa de otra gente / Y experimentan nuevos métodos de masacrar, / Sofisticados y a la vez convincentes.

No conocen ni a su padre cuando pierden el control, / Ni recuerdan que en el mundo hay niños. / Nos niegan a todos el pan y la sal. / Entre esos tipos y yo hay algo personal.

Pero, eso sí, los sicarios no pierden ocasión / De declarar públicamente su empeño / En propiciar un diálogo de franca distensión / Que les permita hallar un marco previo.

Que garantice unas premisas mínimas / Que faciliten crear los resortes / Que impulsen un punto de partida sólido y capaz / De este a oeste y de sur a norte,

Donde establecer las bases de un tratado de amistad / Que contribuya a poner los / cimientos / De una plataforma donde edificar / Un hermoso futuro de amor y paz.

(Tienen doble vida, son sicarios del mal. Entre esos tipos y yo, entre esos tipos y yo, entre esos tipos y yo hay algo personal)

Algo personal, de Joan Manuel Serrat, de su álbum Cada loco con su tema. 1983

La novela AQUÍ SÓLO REGALAN PEREJIL

cumple un año de publicación en Colombia y España

Sólo por cambiar

Se dice que quien no arriesga un huevo no tiene un pollo; habrá quien diga que apostar así como así por la cacareada célula es muy osado, más si el aforismo resulta por cumplirse a pata de letra y tener que soportar al hijo de la gallina, tan ruidoso y tan cagón. Los huevos son mejores fritos y los pollos también. Pero si el tema es el albur, la aventura, hay que decir sin plumas en la lengua, que el riesgo, el cambio, es la decisión que más electricidad produce en los cuerpos.

       Cuerpos y mentes humanas que para seguir hablando de animales se dice justo eso, que el ser humano es un animal de costumbres, de rutinas, un ser de acomodo que tiene pavor a moverse un palmo hacia territorios desconocidos. ¿Cambiar de trabajo así me aburra como una ostra sin perla? ¿Cambiar de ciudad si aquí nací y aquí quiero morir? ¿Cambiar de pantuflas si sólo tienen quince años? Claro que no, claro que sí. Tan válido como un billete de 300 o algo más difícil, tres de 100.

       Y ya que se apela a proverbios, podemos parafrasear a Eduardo Galeano y su sentencia  que dice que se puede cambiar de religión, de partido político, de pareja, pero de equipo de fútbol jamás de los jamases, ni de fundas, ni por el Putas, ni porque te paguen y un etcétera con puntos suspensivos. Suplir una creencia por otra no implica alta traición, podríamos argumentar; basta hacer cosas nimias como comer o dejar de comer ciertas cosas y ponerse más o menos ropa, entre algunos cambios en adornos de pared, mesa y joyería. Del cristianismo al islam, del hinduismo al judaísmo, o tornarse cuáquero, o amante de Zoroastro o huir de cualquier credo hacia la nada. Bienvenido para cada quien, si eso te conserva como buena persona, que tal parece todos nacemos así, sin mácula ni suspicacia. Cambiar para ser mejor, mejora.

         Virar de partido o fundar uno nuevo no es nada nuevo. Ir del azul intenso hasta la frontera del morado sin ponerse colorados de vergüenza, del verde eco al verde vegan, del arco iris al naranja sin ponerse amarillos de la ira. Cambiar de sigla, de logo, de nombre. ¿Qué más da si un día nos levantamos más izquierdosos que derechosos? ¿Y si me voy al centro, siendo el centro tan peligroso? Dicen que en todos los centros atracan; sí, atracan los barcos que vienen desde la zurda y la conservadora. Todos contentos si cambiáramos para hacer el bien, que es más arduo que hacer el mal, pero se intenta. Y si se tratara de pareja, ¿trocar hombre por hombre, mujer por hombre, hombre en cuerpo de mujer por hombre, o simplemente cambiar de lado de la cama con la misma yunta? Todo vale si nos queremos, sin que nadie se irrite ni cambie de humor.

         Cambiar de día, de año, de década nos toca a las malas, pero lo que se dice cambiar, así sea la manera de lavarnos los dientes, renueva. Cambiar da vértigo y el vértigo da emoción, cambiar sacude el coco, hormiguea en la barriga. Arriesgarse a romper huevos para más tarde voltear la tortilla. ¡Eso! ¿Por qué no? O cambiar un rato sólo para regresar a lo de siempre. Cambio de sentido, cambio de luces, cambio de talla porque engordé, cambio de moneda, cambio el verbo cambiar, cambio de copa porque cambio de vino, “cambio mi vida, de todos modos la llevo perdida”, cambio cambio cambio. Cambiar debería ser una adicción. Y las adicciones sólo se placen cuando ya se ha probado lo suficiente y se ha escogido lo necesario. Quien no cambia, no fracasa, ni triunfa que es lo mismo si cambiamos de visión; cambiar es dejarle el huevo a la gallina o cascarlo con los ojos cerrados. Por cambiar, sólo por cambiar.

Artículo publicado en el diario La Opinión, el 3 de enero de 2020

Tirria global

No es que no se haya avanzado en la práctica de la tolerancia entre las gentes; claro que sí, tanto, que se tiene la impresión de estar retrocediendo. Según sea el tema que se lance, tal parece que por igual –ya sea en la tundra asiática, en un rincón mediterráneo, un vericueto andino, un fogón caribeño o en cualquier esquina occidental– estamos listos y con la mano en la empuñadura, prestos a sacar la espada que sabemos filuda o recién elevada al rojo vivo en la forja de la tensión. Porque hay tensión en el ambiente, señoras y señores; se nota el calentamiento moral, hormonal, global.

En cuestión de conexiones humanas –para no entrar en consideraciones filosóficas, geográficas, educativas, informáticas o religiosas– la Tolerancia y su antónimo habitan nuestro diccionario diario; y utilizamos su significado y sus secuelas por boca o por pantalla cuando Mengana o Perencejo se plantan con sus argumentos o sus sandeces; y así, como la piedra de los molinos o la batería del teléfono móvil, las palabras y sus acepciones, las personas y sus relaciones se gastan porque se gastan.

Salgamos a la calle para hacer una prueba, sólo una prueba. Ensayemos acomodar a cuatro en una mesa, toquemos el tema de algo tan serio como el fútbol (todo lo que genera pasión y extrema riqueza lo es) y comprobaremos que en pocos minutos la animadversión ya fecunda o por alimentar ha hecho ebullición, y veremos cómo se detestan colores y escudos, se abominan equipos y ciudades, se censuran camisetas y pantalonetas. Respect, ladies and gentlemen.

Sentemos a los mismos cuatro, salve decir que son dos mujeres y dos hombres –para ser equilibrados o malabaristas– en la misma mesa pero otro día y si no se han dejado de hablar, póngales la política por conversación. No hace falta mucho seso para prever que la reyerta está asegurada. Otro deporte: la descalificación por delante y ojalá algo peor por detrás; terreno donde la idea se subordina al disparate o el chovinismo silencia al interés por el conjunto; y todo eso al ondear de banderas y a la pulsación de tuíteres y whatsápperes. Entendimiento señores y señoras.

Para distender el asunto, por ejemplo, sólo por ejemplo, traigamos a un cómico para que les suelte algunos chistes, que resultan ser –como muchos– racistas, machistas y xenófobos (los chistes, no las personas, ni más faltaba). Los cuatro asisten al espectaculito tal vez con risas forzadas, con silencios elocuentes; todos detrás de esa máscara que en público sirve de escudo para no parecer racista, ni machista, ni xenófobo. Autenticidad, señoras y señores.

Y si se nos ocurriera llevar al cuarteto a un cuartito y proponerles por materia la sexualidad –para no entrar en consideraciones filosóficas, geográficas, educativas, informáticas o religiosas– penetraríamos en terrenos cenagosos pero abiertos, vedados pero campantes. Como el recinto lo suponemos oscuro y nos quedamos afuera, ignoraríamos por un buen rato si los personajes van a intercambiarse camisetas o a bajarse pantalonetas, si accedan a mudar de partido o de equipo, o estén propicios a aceptar ciertas ocurrencias. Consentimiento, señores y señoras, señoras y señores.

Si así fuera, esperemos que al abrir la puerta, veamos salir personas con caras amables, resueltas a defender posiciones sin ponzoña, a embestir sinsentidos con elocuencia; personas dispuestas a pasar esta aventura que es la vida (más su muerte), con más afecto que encono, con más sensatez que necedad, con más endorfinas que doctrinas. Entretanto la Tirria, en su página del diccionario espera –tolerante– no su abolición, sí su desgaste.

Artículo publicado en el diario La Opinión, el 6 de diciembre de 2019

Un relato más

MOSQUITA MUERTA

          Ayer ejercí la muerte. Ya lo había hecho antes, pero ayer fue una más concreta. Más muerte. Maté una mosca con un matamoscas. Maté un azul. Un azul que no era ultramar. Un azul que no era de cobalto. Maté un azul mosca. No voy a describir cómo, pues parecería una página roja y esta es una muerte azul. Era molesta. Se daba topes contra la ventana después de haberlo hecho ya diez veces y la burra (porque la metamorfosis aquí también es posible) se daba de nuevo tratando de remontar el cristal queriendo ser un fantasma, así, traspasando lo transparente como si fuera tan fácil. No. Antes hay que morir para tomarse esos atributos.

         Es que si las moscas no fueran tan zumbantes, si emitieran alguna armonía armónica, no estuvieran mereciendo el destino de ser despanzurradas con un matamoscas; ni siquiera se merecerían que un desocupado hubiera creado el matamoscas. Es que no hay sino verlas, dan vueltas y vueltas y justo se paran en mi trozo de papaya. Les encanta mi trozo de papaya, que es un trozo de papaya diferente cada día, porque me lo como así haya sido husmeado por una mosca. Y es una mosca diferente cada día, por no decir que son varias y usted ya vaya pensando en qué muladar vive este señor. Porque –valga la pena aclarar– soy un señor; pues las señoras según mi señora no matan una mosca.

         Es que no hay sino verlas, ellas se montan sobre su objetivo elegido (las moscas,  no las señoras) y sacan de sus cabezas un adminículo negro a manera de T invertida. Yo no sé si muerden, si chupan, si lamen, pero se les nota en sus salticos concéntricos el deleite. Les sabe a curuba aunque sea papaya. Y papaya dan las muy pendejas, porque yo las espanto con la mano izquierda y ellas huyen y dan vueltas y vueltas hasta que van a parar al vidrio de la ventana. Y ahí es. Ellas caen, si es que me decido a liquidarlas. Dirá usted, dama leyente, –yo también me lo pregunto– porqué moscas y no moscos, por qué “ellas” y no ellos. Problema de género. O de tamaño. O de color. O de información. Porque yo moscos sí conozco, pero son más pequeños. Pardos. Y suenan menos. En cambio las moscas, las que yo llamo moscas –así aprendí a decirles, pues no les he mirado la entrepierna– son más grandes, zumban más, tienen corazas azules de todos los azules, algunas verdes de casi todos los verdes, bellas y nobellas, y me miran con ojos rojos mate que invitan a que las mate.

         Es que no hay nada más fácil que dar muerte. Póngase usted a pensar. No es más que nos den un motivo, que nos traspasen alguno de nuestros límites permitidos por nuestras limitaciones para que digamos “es que yo le mato”, así con artículo neutro, para que después no digan. Y al final no lo hacemos, no matamos. Los profesionales (que hay demasiados graduados) no dicen “yo le mato”. Le matan. Es que dar muerte es fácil si uno no se pone a pensar.

         Ayer ejercí la muerte. Ya lo había hecho antes, pero ayer fue una más concreta. Más muerte. Maté una mosca con un matamoscas. Maté un azul. Un azul que no era ultramar. Un azul que no era de cobalto. Maté un azul mosca. Mosquita muerta.

 

Tomado de Cortoletrajes II, libro de relatos en obras.

Sufragar o naufragar

         A los doce años y en primero de bachillerato fui embutido en democracia. No recuerdo a cuento de qué, pues aquel niño no manifestó aspiración alguna para ser electo representante de curso. Tengo el vago recuerdo de que la profesora titular me metió en la terna por ser el hijo de y el hermano de; y claro, con la campaña liderada por “la tícher” los otros contendientes quedaron en la cuneta. Al final, la gestión del infante presidente se limitó a encargar las camisetas para el equipo de fútbol de 1ºA y a elaborar la lista para los turnos de aseo del salón.

         Así era más o menos en esa época. Ya había terminado el arreglo rojiazul del Frente Nacional y el Presidente de la República –siguiendo la tradición– alzaba su dedo índice aún untado con tinta indeleble y dictaba: gobernador de tal departamento, Fulano; y éste, con su dedo electo, apuntaba y nombraba a Zutano alcalde de tal municipio, hasta que la democracia amplió su barriga y todos los censados pudieron elegir a sus gobernantes más próximos, los que deberían velar por las cuitas más próximas. Desde entonces, los candidatos han hecho campaña con topes presupuestales y reglas opacas para ser ungidos por el pueblo.

         Y unos ganan y otros pierden y unos gastan y otros también; y los que ganan quieren repetir y los que pierden también, porque la política además de ser –según Ambrose Bierce– un “conjunto de intereses disfrazados de lucha de principios” también suele ser uno de los empleos más apetecidos, empezando porque como político o aspirante a serlo no te enfrentas a las zancadillas de las jefas de recursos humanos o a entrevistas con gerentes prepotentes. Ser colombiano hincha de la Selección Colombia, no haber estado en la jaula y no llevar mucho tiempo viviendo en el lugar por gobernar, son más o menos los requisitos para un candidato. Bueno, y tener un aval, que no es otra cosa que lamer algunas partes del cuerpo a un grupo político así no sepas qué piensas tú o qué piensa ese partido.

        Llevamos varios lustros de elecciones populares y además de detectar que tal práctica crea adicción (no la de votar, sí la de ser votado), puedo olisquear que rige una especie de dedo elector como el de antaño pero con la uña sucia y sin cortar. Ya no hay idea que valga, ya no hay argumento que se imponga. Ahora se escucha incluso faltando semanas para la elección –por ejemplo y en voz del pueblo soberano–: Mengano ES el Gobernador. Antes de votar, la gente da por hecho que Tal ha metido a su campaña tantos millones porque Tal Otro le dio otros tantos y que el actual mandatario ya le allanó el camino y éste a su vez esperará paciente su nuevo momento. Eso se dice, eso se cree, eso se da por hecho. Y los demás contendientes, en la cuneta.

         Algunos de ellos hacen parte de las excepciones, los políticos excepcionales, que deberían ser la regla. Pero no. Ellos, a diferencia de quienes acuden a la faltriquera dudosa o a la percusión fácil, tienen lo que los dinosaurios llamaban “vocación de servicio”. Escasos y peliagudos de encontrar como una buena trufa, pero los hay, son la manzana sana entre las podridas, así como hay contados electores que votan sin esperar nada diferente a una gestión pulcra y bizarra.

         Lo de comprar aquellas camisetas infantiles tal vez no fuera necesario y hacerlo para el deporte proselitista podría ser prescindible; en cambio, lo de las listas de aseo se antoja digno de porfía y urgencia. ¿Cómo acabar con tanta putrefacción? Pues como se hace con los salones sucios: limpiar y fregar y enjabonar y enjuagar y cepillar y echar agua otra vez y más y más agua, aunque sólo queden náufragos con derecho al sufragio o sufragantes con derecho a naufragar.

Artículo publicado en el diario La Opinión, el 26 de octubre de 2019

La Ruta 66

No hace mucho recorrí esta carretera. Si lo hubiese hecho hace un año habría visto lo mismo. Si fuera a recorrerla en seis meses, tal vez me encontraría con algo similar, pero con nuevos protagonistas. No se trata de la famosa carretera, “la mamá” de las vías de América y sus casi 4.000 kilómetros que unen Chicago y Los Ángeles. No. Se trata de la ruta que une a Bucaramanga con Pamplona y encaja con la Nº 55 que lleva a Cúcuta y después a Venezuela por la 70.

         Ya había notado el fenómeno en la prensa y en algunas imágenes recibidas cuando eran novedad. Digo fenómeno para no decir tragedia y si le agrego vergüenza no sería una exageración. Nada como ver las cosas en vivo sin el filtro de las pantallas o el papel. Vi –en dirección contraria– decenas de personas caminando. Grupos de muchachos. Familias enteras. Algún solitario. Van, van “echando pata” hacia adelante y a cada paso se abre más el abismo de haberlo dejado todo y la aventura de no saber hacia dónde les lleva cada curva. Vi sobre todo gente joven, la que al otro lado tampoco tiene oportunidades y ha sido malcriada con subvenciones que ya no dan ni para el pan. Jóvenes, jovencitas, matrimonios con hijos pequeños que caminan como si fueran de excursión escolar; bebés que entre su candidez y el fogón de la travesía ven árboles bajos, después otros inmensos y otros de naranjas, de guayabas. Y siguen, la cinta gris del asfalto no acaba y además de algunos atascos –que ellos aprovechan para pedir algo a los conductores– los caminantes encuentran un par de campamentos humanitarios, para detener su exilio por unos minutos y tal vez mirar atrás.

        Cuentan que algunos se aprovechan de las ayudas. Cuentan que algunos roban. Cuentan que algunos piden y ponen tarifa. Que alquilan sus hijos por horas para lograr conmiseración y algunos pesos. También habrá quien agradece y sigue su camino. Verdades o mentiras a medias, pero lo único que parece cierto es que ya deambulan por Colombia cerca de millón y medio de personas con la mochila y la desesperanza a cuestas, en un país que no tiene capacidad para absorber este flujo, como tampoco sabe cuidar de su propia gente, la que llamamos desfavorecida y dentro de la que se cuentan más de 7 millones de desplazamientos internos, la mayor cifra en el mundo, más que el éxodo sirio. S-i-e-t-e millones de personas que tuvieron que dejar su casa. Desterrados en su propio país. Otra tragedia. Otra vergüenza.

         Pero vuelvo al refugio de la ventanilla y los veo seguir; los vecinos hijos de Bolívar siguen y la vía les muestra otros árboles que conducen hacia el frío; la manga corta ya no sirve y las bermudas quedan obsoletas. Esperan que el futuro esté en Bogotá, en el Ecuador, en el Perú, en Chile; ellos persisten y tal vez ignoren que primero deben remontar –por ejemplo– un páramo que los espera a más de 3.000 metros por la Ruta 66. Tampoco sabrán que antes, al entrar en Pamplona, hay una señora que con algunas ayudas externas ofrece las habitaciones de su casa con camarotes y colchonetas donde da cobijo a mujeres y niños; los hombres esperan afuera y algunos ayudan a preparar una paila de un metro de diámetro con arroz y una olla inmensa donde bullen litros de sopa que dan de comer más o menos a 300 personas al día, según sus cuentas.

         La visité en mi último trayecto, hablamos, me mostró su albergue y como gran vaina le di un par de tenis de mi hija y unos botines propios (esos que tiramos porque ya tenemos antojo de unos nuevos). Los agradeció con emoción y me aseguró que hay gente que llega con los zapatos deshechos y otra que llega descalza. Por ahí andará la donación, echando pata por carreteras, descansando en un parque, en algún terminal, en algún recodo de la ruta, no la del pelo al viento y las motos y los aventureros bienaventurados rumbo hacia Santa Mónica, no. Van por la ruta de la tragedia y la vergüenza.

Artículo publicado en el diario “La Opinión” de Cúcuta, Colombia el 4 de octubre de 2019

Otro relato

BUEN TRABAJO, BOBBY

       El disparo fue certero. Había llegado a la azotea desde la noche anterior. Un toldo pintado con el mismo color del suelo de cemento le sirvió de camuflaje. Sencillo, pero preciso. La ilusión óptica haría su trabajo. Quietud extrema imperceptible para evadir los rastreadores de movimiento de los helicópteros que peinaban la zona. Dos sándwiches de sólo jamón (sin queso, es alérgico a la lactosa) y un termo pequeño con café cerrero. Temperatura controlada burlando todo detector de calor. Duerme sin dormir. Lo aprendió en la Academia. El sol sale por el oriente, como dice el manual. Orina por una sonda conectada a un sifón para no dejar rastros. Espera. Espera.

       A unos 600 metros, la plaza empieza a llenarse de simpatizantes. En algo más de una hora llegará el personaje. Saca la mira telescópica de su SVD, gracias camarada Dragunov. No es el mejor fusil, pero es fiable. Si no, que lo digan las bajas que puede contar con las dos palmas de las manos y las dos plantas de los pies. Es un romántico.

       Observa. La tarima está montada desde las primeras horas de la mañana. El viento está O.K.; o sea, no hay viento. Dos libélulas rondando, la de la policía y la de una cadena televisiva. Los segundos son peores. Lo sabe. No se fía. Sigue agazapado en su refugio hasta la hora señalada, que llega sin remedio para la víctima. Está listo. Tres cartuchos 7N1, por si acaso. Pero uno será suficiente. Lo sabe. Sabe lo que hace. Hace sol, bonita mañana para el tiro al blanco aunque el objetivo sea negro. Se trata de un crimen político. Se trata de un crimen político con tintes raciales, piensa. Pero a él eso le importa medio pepino (O ninguno. El pepino le causa prurito). Él llega. Identifica. Dispara. Se larga. Cobra. Y al Caribe hasta el próximo servicio. Punto.

       El disparo fue certero. “Pueblo”, alcanzó a decir el candidato antes de caer como un bulto. El revuelo. Los gritos. El desconcierto. La búsqueda. El acordonamiento. Los testigos. Cuáles testigos. Los sospechosos. Cuáles sospechosos. Dos horas después, nadie ha encontrado nada. Dos meses, nadie ha encontrado a nadie. Ni rastro.

       En aquel país de ineptos, la justicia ordinaria, la extraordinaria y la otra, han decidido expedir una orden de captura internacional. El francotirador fantasma ha sido acusado de profesionalismo.

 

Este microrrelato es la versión larga del seleccionado para la antología “99 crímenes cotidianos”  de La Pulga Editorial de Madrid.

Con este BLOG número once, se cierra un primer ciclo interrumpido por vacaciones (en vacaciones no se debe escribir, es malo para la lectura).

Se agradece a quienes lo han acogido, se les cita a leer los que hayan dejado pasar y a esperar los nuevos, que llegarán, un viernes sí, otro también, o cada dos, o el primero del mes o sólo en viernes santo o en viernes trece. Pero viernes.

¿Cuántas veces al día?

¿Cuántas comidas al día? Terreno de expertos. Las tres reglamentarias no pueden faltar y las dos intermedias tampoco. Sí, son cinco, (los afortunados). De las actividades diarias habituales, la más repetida por supervivencia y por placer es el acto de comer. Se desayuna en familia, con la pareja o en soledad. A la media mañana, se come en el recreo, en la oficina, en el café de la esquina. Y otra vez el bostezo y dele, el almuerzo, el lunch, la comida y a media tarde, la merienda, las onces, el algo, el tentempié, el pecado. Y en la noche más de lo mismo. Cansa, diría alguien. Y toca. Y como toca, pues hay que intentar comer rico y comer bien. Y lograrlo. Y acompañar con algún brebaje.

         Eso, beber. Beber más de dos litros de agua es la cantidad aconsejable según se lee por ahí, para que el ser humano mantenga parte de su salud y la orina clara. (Un caballo –sólo por comparar– bebe más o menos cuarenta y mea color cerveza). ¿Pero en cuántas tandas? Hay quienes corren y sudan en gimnasio, calle y parque llevando su botellita de agua; y beben, claro, en sorbos pequeños como dicta la norma. Y quienes no se mueven tanto ¿podrían homologar a esas cuentas lo que suman durante la jornada como la leche, el café, la gaseosa, el vino, el caldo y los tragos amargos? Por supuesto, diría la otra, líquido es líquido.

         Por supervivencia y por placer se dijo arriba. ¿Y el trabajo? ¿Cuántas? (los afortunados).  Se podría decir que se trabaja una vez, partida en dos. O una sola, o media vez. Por placer lo hace una minoría y por supervivencia lo hace el resto, “porque el trabajo para mí es un enemigo” y lo hizo Dios como castigo, según dice el merengue apambichao. Ocho horas al día trabajando, minutos más, minutos menos, leyendo, escribiendo, pensando. Se vive trabajando, se trabaja trabajando. ¿Cuántas veces? ¿Hasta cuándo? Se trabaja toda la vida sólo –para al final– dejar de hacerlo.

         ¿Y dormir? Una vez durante ocho horas como diría el mismo experto en comidas. Y agregarle una siesta de diez minutos, o de diez años no estaría mal. También se duerme en el trabajo, en el transporte público, en la misa, en clase; se duerme en el juzgado, se ronca en las conferencias, en los parlamentos, se duerme viendo la tele (¡otro indicador vital!) y se duerme hasta en la cama según algunos sondeos. Digamos que una vez al día, pero durante la noche. Y si hacemos más cuentas, nos la pasamos un tercio de la vida durmiendo. “Dormir, acaso soñar, ay, ahí está el problema” dicen que dijo Hamlet.

         Y si regresamos a la supervivencia y al placer, llega el sexo. ¿Cuántas? Otros expertos dicen que se practica alrededor de dos veces por semana entre parejas estables. ¡Ni cero coma tres veces al día! Si quitamos a los más atléticos y menos expertos, si sacamos –por respeto y por rigor científico– a los practicantes del celibato, a los discípulos de Ogino y a los inapetentes, y si además dejamos de lado las lunas de miel, los encarnizamientos irreparables y las prácticas lucrativas, el sexo queda por los suelos en la actividad humana diaria. No puede ser, si refresca más que el agua, es más divertido que el trabajo y más sabroso que la langosta en espuma.

         No puede ser. ¿Y si nos diera por cambiar las proporciones? ¿Qué tal si trabajamos sólo hasta el mediodía, previo polvito antes del desayuno? Bueno, habrá que hacer la pausa para un cafecito, un cruasán, una empanadita ¿Y si nos fajamos una siesta larga después de un buen menú? Y en la tarde, ya que no hacemos nada, habrá que leer algo picando algo ¿no? ¿Y otro revolcón de piscolabis cuando caiga el sol? ¿Y ver la tele y dormir después de cenar? Pero de aquello nanay para ser coherentes con las estadísticas. No puede ser.

         Aunque cambiar renueva, tal vez lo mejor sea que cada quien deje todo más o menos como está. O tal vez no. O si las veinticuatro horas le dan tiempo, imagine usted otras variantes placenteras para su día a día, pero seguro terminará comiendo más veces que cualquier otra acción. Lo demás son sólo sueños, como los del príncipe danés o los de El negrito del batey.

Curso Lento de Idiomas

Quienes conocieron la publicación cultural “papel Higiénico ilustrado” recordarán esta sección; quienes no, podrán advertir que se trata de un tratado intratable de la lengua, que tan viva y tan viperina malnutre el día a día con novísimas jeringonzas logrando que nos entendamos menos. Abordamos entonces, cierta Terminología que tanto apabulla (y encanta), esa que algunos gurús de la comunicación nos embuten con todas sus calorías y que de tanto machacarlas pasan a la obsolescencia o a lo risible; también podrán encontrar palabras escondidas, veladas por el tiempo y los ácaros, pero tan vigentes como los espejos.

 

Cocina de Autor: término acuñado para platos elaborados en quirófano, destinados a dejar pleno al esnob y a la billetera en infarto.

Streaming: sistema de transmisión de imágenes tartamudo, apto para poca gente con mucha paciencia.

Hipsters: unos chicos muy chéveres parecidos a Marx, que gastan su capital en barbería y lo ahorran en calcetines.

Sostenible: término utilizado de manera imprescindible en cualquier proyecto sin el cual el proponente no podría mantenerse a sí mismo.

Misoginia: según muchas mujeres, tendencia masculina que desde tiempos inmemoriales se implantó para mantenerlas a raya.

Smoothies: bebidas antes conocidas como jugos, zumos, batidos o sorbetes y servidas en frascos de mayonesa.

Chat: especie de confesionario digital donde se escribe lo que no se quiere decir de frente o por el teléfono de siempre.

Misandria: según muchos hombres, tendencia femenina que hasta tiempos inmemoriales se está implantando para mantenerlos a raya.

Cocina fusión: antiguo accidente químico causado por un cocinero despistado pero con talento internacional.

Millennial: persona nacida en las dos últimas décadas del siglo pasado, digitalizada en las dos primeras del actual y desplazada por la Generación Z.

Transversalidad: concepto introducido en la gestación de procesos que involucran a diferentes gestores de triángulos rectángulos sin hipotenusa.

Orgánicos: productos provenientes del campo, deformes por naturaleza, plenos de tierra, costosísimos y que nos hacen mejores personas.

Crowdfunding: táctica para poner el sombrero y sacar dinero a familiares y amigos de una manera muy elegante y muy digital.

Producto de Proximidad: argumento de restaurantes que emplean cosechas locales empleando pinches y camareros inmigrantes.

Empoderamiento: práctica encomiable de empresas transnacionales minoritarias que luchan por abrirse paso en otros planetas.

Fracking: técnica muy artificial para extraer gas muy natural, que contamina –entre otras cosas– las fuentes de agua que herviremos en vitrocerámica.

Gastrobar: en sus inicios, medicamento para combatir el ardor y la acidez que mutó en establecimiento de comidas para combatir la cocina de autor.

Un relato más

OTRA DE CAPERUCITA

Darle un beso a la Bella Durmiente no fue cualquier cosa y mucho menos cosa del otro mundo. Fue un beso de mujer a mujer. De mujer despierta a mujer dormida. Bueno, de niña a jovenzuela. Pero beso. Y profundo. Y verdadero, no como los ósculos propagandísticos que algunas estrellas del pop –muchos años después– optaron por estamparse para vender más discos.

         Caperucita, muy dada a tomar los caminos más largos, no sólo había abandonado las páginas habituales de todos los tergiversadores de su historia, sino que había saltado sobre los calendarios como quien salta con pata de cojo sobre una rayuela descortazarizada. Una vez comida y fagocitada por el Lobo Feroz y después del rescate intrépido de entre las entrañas del impostor con colmillos y ojos y fauces de abuelita, Le petit chaperon rouge adquirió la facultad de traspasar las hojas de papel y las tapas de los libros con la facilidad con la que los olores viajan sin pasaporte, como el aroma de panza de lobo abierta en cruz, para no ir tan lejos. Allí, en el desorden de la biblioteca, entre telaraña y telaraña, ella pasó directo al libro de LaBella, sin intermediarios, cosa que agradeció el resto de su vida repetida, pues de haber tomado hacia el lado contrario se hubiera encontrado entre las páginas amelcochadas del osito Winnie the Pooh. Una vez dentro se dio cuenta de que un sitio así era más suyo, más juvenil, acorde con su precocidad, condición que ninguno de sus lectores en tantas generaciones y los críticos de siempre habían siquiera notado. ¿O es que ir por el bosque a esa edad tan temprana con semejante encargo no era propio de alguien más maduro? ¿O es que mantener una conversación infantil con un lobo y contra su voluntad no era de una chica hecha y derecha? Prestarse para eso sin perder la compostura, la acreditaba –según ella– para cosas mayores, o de mayores, como por ejemplo un beso.

         Sí, la besó. Descaradamente y con lengua. Y lo hizo a sabiendas de que la historia tenía previsto un beso tierno y salvador propinado por un príncipe de color azul, tal vez con capa, pluma en el sombrero y botas de montar. Nada más grato que truncar una historia de almíbar con casa real de por medio. ¿Por qué tendría que ser un heredero al trono y no un poeta pobre pero honrado, por ejemplo? Sí, el príncipe estaba buenísimo, pero al parecer a él no le bastaba con tenerlo todo y pretendía una vez más aprovecharse de una mujer en la indefensión del sueño. Sí, Caperucita la besó y LaBella sintió cómo unos labios carmines y húmedos rozaban los suyos y al entreabrirlos, una serpiente inquieta y deliciosa lubricó su interior reseco por la espera y por los años. Al abrir lentamente los ojos, descorriendo la cortina perfecta de sus pestañas negras, negrísimas, LaBella vio cómo otro par de ojos pequeños y certeros le decían todo lo que quería oír.

         LaBella le hizo un lado en el lecho y las dos mirando al techo despotricaron de Perrault, de los Grimm, de un tal Basile y hasta del oportunista de Disney. Las dos, mofándose de sus destinos perentorios que acababan de ser trocados como por arte de cuento, se pusieron a hacer planes hasta que se hizo de noche, momento en que ellas supieron muy bien lo que deseaban. Salieron al balcón para ver la luna creciente y estando en eso vieron cómo del castillo de enfrente una chica muy elegante huía despavorida y cojeando por una escalinata rumbo a un coche de corceles con cara de ratón. A LaBella le pareció que a la chica se le había perdido un zapato o que tal vez se había torcido un tobillo y sugirió ir en su ayuda, pero Caperucita estrenando celos le aclaró las cosas:

–Déjala, la conozco –dijo mientras le apretaba la cintura–. Esa no es de las nuestras.

Tomado de Cortoletrajes II, libro de relatos en obras.

La "gente" son los demás

         Suele quejarse la gente de la cantidad de “gente” que hay, por ejemplo, a la entrada de un sitio de tapas muy de moda, o en la plataforma del bus o del metro; o para ir más lejos, en cualquier playa veraniega. Otra cosa es cuando se asiste a una manifestación por cualquier cosa manifestable, a un concierto o a un partido de fútbol o a la fiesta del barrio; se sabe, se tiene asumido que habrá mucha gente, pero la gente suele quejarse de “cuánta gente que hay”. La gente es la que nos rodea y aceptamos, o no. La gente es la que está al otro lado de alguna pantalla y aceptamos, o no.

         Es verdad que a veces hay más de la esperada como en el Ponte di Rialto en Venecia, en la Feria del Libro de Bogotá, o Las Ramblas de Barcelona, o frente a la tumba de Jim Morrison en Père-Lachaise. ¿Pero acaso quien se queja no es parte de esa “gente” que tanto le incomoda? La tan mentada masificación (que no es otra cosa que amasarse los unos a los otros) no obedece sólo a estos tiempos tan masificadores. Y si el sitio es público, promete emociones y además es gratis, qué mejor, sea la época que sea.

         A ver, vamos a exagerar: en épocas del Santo Oficio ¿quién querría perderse las abjuraciones de herejes y relapsos y asistir a su estrangulación y/o quema públicas? Pues sólo el condenado; así parecía ser. Si nos acercamos al Museo del Prado –pleno de gente– podemos ver “Auto de fe en la plaza Mayor de Madrid”, de Francisco Rizi, donde más o menos dos mil almas esperan el espectáculo inquisidor en palcos, balcones, tribunas o a pie de cadalso. Están quienes abrazaban la fe y gozaban con ver abrasados, y los que –aunque no quisieran ver– querían ser vistos. O ¿quién dejaría de ir a las carreras en el Circus Maximus, donde cerca de 300.000 almas aupaban a los Fangios y a los Alonsos de la época, con sus carros y sus corceles de fuerza? Pues los que no podían o Roma les quedaba lejos; o quienes se quedaban dándole vueltas al peristilo, chateando.

         Por otra parte, volviendo al tiempo real, está dando vueltas como cualquier turista el fenómeno FOMO, que no es otra vaina que el físicopánicoquímico a perderse algo, algo presencial o sobre todo en la red, esa telaraña en la que “la gente” queda pegada como moscas a la miel para no decir otra cosa menos viscosa. A la gente siempre le ha gustado estar donde está la gente, porque si no estás donde la gente está, la gente no te ve; y a quien no ve la gente así se harte de ella, parece que es menos gente.

         A otros (gente minoritaria) les pasa todo lo contrario. No quieren salir de casa. O de su habitación. Y ahí entra con su venia, el señor Hikikomori, un síndrome que se la pasa aconsejando a cierta gente, que quedarse consigo mismo es el summum, lo supermegaguay. Fobia social, dirá el especialista, pero a quien lo padece o lo disfruta, qué más le da. Yo con yo y la gente afuera. Tan normal y tan raro, como que nos dé por lo mismo cualquier domingo en la tarde.

         Sí, “la gente” es la gente. La gente son los demás, los que hacen las cosas mal (o lo inverso a lo que creemos que está bien); la gente es la que está en el sitio donde estamos (y sería deseable que no estuviera). La gente es la que nos empuja y nos aprieta (y que no dejamos de estrujar). La gente es esa masa que está a nuestro alrededor (aunque seamos el alrededor de esa gente).

         ¿En qué quedamos? ¿Nos movilizamos? ¿Nos quedamos en casa? ¿Nos restregamos un poquito? ¿Vamos a loar a los héroes en los estadios? ¿Salimos a ver linchamientos? ¿O lo hacemos desde nuestro teléfono móvil, inmóviles, encerrados, lejos de los demás?

La Sabiduría "G"

         No se trata del dichoso punto de la dicha, aunque se esconda tanto como los verdaderos sabios. No. Se trata de un señor tan público y dadivoso que nos acompaña cada día y nos saca de atolladeros o nos puede meter en otros si combinamos las teclas incorrectas.

         Para citar su nombre se escuchan sonidos tan dispares que podrían parecer la onomatopeya de una gárgara hecha con brebaje de abuela salvadora; o el glu-glú de un bebedor que no se detiene hasta vaciar la botella; o las voces postreras de un ahogado en su líquido final. Bueno, para no darle más vueltas a la lengua en su cubículo, el tal señor no es otro que Mr. “go͞ogəl” en el más correctísimo english from California. O Gúguel, en el más manchego de los acentos. O Gúgle, en dicciones más internacionales. Se trata de Mr. “G”, el omnisciente, el que todo lo sabe y el que todo lo quiere saber. El que nos espía porque nos dejamos espiar, el que nos mira porque le damos permiso de que lo haga.

         –¿Dónde vive, qué desayuna?

         –Y a usted qué le importa.

         –Pues si no hace “click”, señorita, señorito, usted...

         –Ah, bueno, así sí.

          Ese ser, que tiene un cerebro del tamaño que lo eleva a la jerarquía de deidad, se sirve de la virtud de la bondad y nos ofrece lo más espléndido y lo más ruin que produce la humanidad. Barra de búsqueda: idioma guatemalteco en vía de extinción, igual, 194.000 resultados en 0,53 segundos. Barra de búsqueda: foto de modelo desnuda, igual, 8’498.000 resultados en 0,46 segundos. Y no sólo su señoría “G” tiene la facultad de ofrecernos recreo y conocimiento, sino que en el caso del segundo, nos lo podemos arrogar y ponerlo al servicio de nuestro prestigio, palabreja que entre otras acepciones tiene que ver con la ilusión, con el engaño.

         Por ejemplo: dos amigas y un amigo quieren comer algo sentados en un café con muchas clases de leche y otras tantas de café.

         –Ayer pedí uno con pan de trigo sarraceno, estaba buenísimo –dice la primera.

         –Nada como el de espelta –replica la segunda. El tipo, que también quiere un sándwich, finge ver un mensaje en su móvil y en 0,40 segundos su cultura general gana los puntos suficientes y gracias a su buena memoria enlaza la conversación:

         –Yo prefiero el primero; ¿sabían que también se le dice alforfón? (Fagopyrum esculentum). Es una planta anual de la familia de las poligonáceas cultivada por sus granos para consumo humano y animal…

         Por ejemplo dos: un padre ante el computador, un sábado en la tarde. Su hija hace las tareas del colegio.

         –Papá ¿qué es pusilánime? –requiere desde su habitación.

         –¿Quéeee? –pregunta y gana tiempo para teclear; a él le suena la palabrita, pero…

         –Pu-si-lá-ni-meeee.

         –Ah, pusilánime –0,32 segundos–. Pues cuando alguien es como temeroso, asustadizo, que no tiene valor para ciertas cosas ¿me entiendes? –dice con la naturalidad más natural de la naturaleza…

         Gracias “Mr. G”. En vos confío. In “G” we trust.

Esa cosa llamada Democracia

   En el reino animal, sólo al humano se le ocurren sistemas de gobierno ajenos a su naturaleza salvaje, pero se sospecha que éste es el menos deficiente. Democracia participativa, representativa; democracia popular, unipersonal, mimética; o efímera, aerostática y hasta socialmediática.

         Para mostrar algunos de sus frutos, for example, en nuestra acogedora España, perdón Reino de España, monarquía parlamentaria para más señas, hay más de un reyezuelo municipal que gracias al sistema ha gobernado casi desde que la “democracia orgánica” del generalito dio paso a la actual; tantos años al frente, por encima, por detrás, a través y por la gracia del pueblo nos hace, si no sorprendernos, si abrir el cofre de la desconfianza ¿o las arcas de la admiración?

  O presidentes autonómicos como los de Castilla y León o Andalucía con casi una veintena de años al pie del cajón, o Cataluña que tuvo a su President veintitrés vueltas al sol. Electos, claro, clarísimo, ellos tan sólo han ejercido su derecho otorgado por il popolo para administrar su “conflicto de intereses disfrazados de lucha de principios”, así como define un señor muy sabio en su Diccionario del Diablo a Mrs. Democracy.

         Ni hablar del resultado de la Ex Primera dama de la Unión, que obtuvo más votos que el inclitórico dueño del copete rubio; pero los colegios electorales y sus matemáticas nos han llevado a todos sus súbditos a una especie de egodictadura empresarial que se abre paso cortando cogotes a quien no reverencie sus desatinos. El resultado del voto del campo versus el voto citadino. ¿Democracia ecológica?

         Y si del Yes y del No se trata, los escoceses votaron seguir unidos al reino que ahora quiere sacarlos de Europa; los catalanes votaron Sí para salirse del suyo para resultar que no, entre otras cosas porque el Sí quedó en TalVez y la campaña del No, no existió, no votó; por su parte los colombianos votaron No a la paz porque estamos acostumbrados a la guerra y somos un pueblo democrático con buenas costumbres, tan loables que el presidente Santos y sus aliados dijeron que no, que así no, que Sí. Y sí es sí. Ni hablar de Crimea, que en otro referéndum declaró su independencia de Ucrania y sin pestañear dos veces –como una esferita perdida de mercurio– se unió a MamáRusia.

         Hurgamos otro poco en el saco y encontramos a La Pequeña Venecia, que siguiendo la doctrina política según la soberanía anida en el pueblo, ahora goza de dos presidentes, uno que no se cae de maduro y el otro que no acaba de madurar. Nada igual a la estabilidad de China que desde su Partido –que gana y vuelve a ganar por ausencia de contrincante– dirige con larguísimo brazo izquierdo su capitalismo delirante; o Corea del Norte, donde papi Kim –antes de morir– con todo el derecho (el de morir y el de votar) sufragó en favor del hijo y después de un conteo riguroso sus deseos fueron cumplidos.

         Y así se podrían seguir contando perlas salvajes en este collar tan civilizado, a la espera de una modalidad de gobierno más equilibrada y menos porosa. Mientras tanto hagamos votos porque Demos y Kratos sigan unidos por la etimología y abrazados en lícito contubernio.

Un relato

(Publicado el 7 de junio de 2019

PROTESTAS

        –Hijos de puta revoltosos ¿no tienen más que hacer que joder y cagarse en el mobiliario urbano y la propiedad privada y alterar la tranquilidad de los ciudadanos de bien? Aquí estamos los representantes del orden, tarea que nos encomienda la Constitución y nuestro juramento. Tomen, gases, tomen malparidos, bolas de goma, ojalá fueran de plomo, desgraciados, arrastren a esa, que es la que más insulta, boquisucia; de las mechas, no importa, para que se den cuenta que aquí nada de miramientos. ¿Cócteles Molotov? ¿Para qué creen que estamos entrenados, para el parchís? ¿Piedra? Miren, trajes antimisiles callejeros. ¡Ja! Cabroncitos de barrio bajo que ya ni leen El Capital, saltamuros, robahuevos, subversivos, tomen, chorro de agua para que se bañen las melenas y esos trapos ¡Tome! imberbe, váyase a casa de su mamita a que le dé papilla, antes de que yo le dé por el culo.

        –¿Que por qué otra vez la comida fría? Pues por lo de siempre, por la demora; cuando no es el fútbol con los colegas, es la excusa de las protestas, o quién sabe qué inventos. Me va a tocar hablar con su sargento a ver por qué llega tan tarde y tan sudado; o es que cree que yo estoy sólo para cocinar y atender sus antojos, váyase al carajo, no me lo aguanto más, caliéntese usted la comida o es que es manco; para dar bolillo, porra y bala si tiene alientos. Y quítese ese uniforme inmundo y ni piense que se lo voy a lavar, inútil; y a ver si deja ver algo del sueldo, porque ni eso, qué se ha creído ¿El héroe de la patria? Y a mí ni se me acerque y si no le gusta la comida, váyase a casa de su mamita a que le dé papilla, antes de que yo…

 

Tomado de Cortoletrajes II, libro de relatos en obras.

Háblame de génera

(Publicado el 31 de mayo de 2019

El lenguaje y la naturaleza son machistas. Aclaro. El lenguaje español o castellano y otros romances, y la naturaleza en el reino animal son machistas. ¿Por qué el pavo se pavonea con sus plumas tornasoladas mientras que la pava, parda, cenicienta, mimética, no? ¿Por qué el ciervo exhibe su cornamenta arbórea y la cierva tan sólo unos muñones tristes? Hay respuestas ¿Por qué cuando la maestra agobiada grita “¡cállense niños!” las niñas tienen que callarse también? ¿Por qué el/la periodista que redacta “los presuntos asesinos” no agrega “o presuntas asesinas”? Hay preguntas.

         En los últimos tiempos y en el reciente Congreso Internacional de la Lengua Española se ha removido la olla de la gramática que tanto descalabramos millones a lado y lado del Atlántico. Todes, bueno, algunes, mejor, muches de las personas que luchan por el lenguaje inclusivo, insisten en despojar el paternalismo lingüístico de este idioma que no es otra cosa que un latín vulgar. Eso está bien, y como el uso de la señora @ y la niña “equis” sólo valen para escribir, es legítimo nombrar a la señorita “e” como árbitro en el asunto tanto para escribir como para hablar; ahora, si quienes adoptan esta práctica pueden hacer lo segundo con naturalidad y va en favor del entendimiento, pues adelante.

         Las lenguas crecen en la calle y en nuestro caso la RAE filtra, acomoda, olvida, aprueba o condena. Pero ni la calle puede imponer, ni la señora Academia puede sacar la libreta de las multas. Ella, muy considerada, pone en sus entradas –por ejemplo– m. y  f. o com para designar un sustantivo como masculino y femenino o común. Pero ¿por qué la “eme” primero que la “efe”? diría alguien. Y si en el parvulario aún no se han callado, ¿la profesora debería gritar “cállense niñas y niños” o “cállense niños y niñas” o tan sólo suplicar “¡cállense niñes!?”. Bueno y si las cosas tienen que cambiar, que cambien urbi et orbi podría decir una asociación de futbolistos y parte del gremio de los dentistos, que se sienten –la mayoría– muy varones. O que el gerente de una empresa –muy inclusivo– nombre nueva subgerenta con sueldo menor que el subgerente despedido. Hay respuestas. Y más preguntas. Unas absurdas, otras simplistas como estos párrafos.

         En esas estamos señores sustantivos, señoras adjetivas, señoritas ambiguas, señoritos epicenos; mientras tanto los adverbios, que aunque con máscara masculina son seres asexuados –cosas de Mamá Natura– nos miran desde la placidez del diccionario, tranquilites.

Carta para leer

(Publicado el 24 de mayo de 2019

A propósito de la publicación en Colombia de la novela “Aquí sólo regalan perejil”, la editorial solicitó que escribiera una carta a los libreros, a manera de incentivo para recomendarla a sus lectores. Y como no soy muy de cartas formales salió lo que sigue, que no es más que otro pretexto para promocionar el libro, una y otra vez, como el cansón de la clase, con la terquedad y el pico duro de los pájaros carpinteros.

 

Saludo. 

         Al protagonista de “Aquí sólo regalan perejil” le gustan los libros. Abilio los engulle. Empezó leyendo folletines de vaqueros y algunas revistas indebidas. Le gustan, para leer y para conquistar; leer, y tal vez amar, es lo poco lícito que él puede ofrecer al universo. Es verdad, es un lector anárquico; nadie lo orientó, nadie le dijo: “vea, empiece por estos”; no sabe de autores, ignora movimientos, pero a él eso poco le interesa, porque nadie le dijo que eso debería interesar.

         Al libro y al gusto por leer se llega por distintas vías. De pequeño, su madre le leyó; en el colegio, más que acercarlo, lo obligaron. Y aunque leía todo lo leíble, desde un anuncio hasta la enciclopedia entera de su casa, Abilio llegó a ellos, a los “libros debidos” por la menos pensada; se zampó docenas mientras se refugiaba en un prostíbulo y gracias a la iliquidez de un cliente que pagaba sus polvitos lánguidos con la biblioteca de su padre, aduciendo que eran ediciones espléndidas. Y Miladys, la chica que los recibía más por conmiseración que por negocio los fue apilando en su cubículo y un día decidió dárselos al huésped para que le leyera y le recodara cómo era leer.

         Me gustaría pensar que tantos jóvenes que aún crecen sin brújula, puedan tener la suerte de encontrar alguien que les diga: léase esta vaina, por esto, por esto y por esto. A veces son los mayores, a veces los maestros, a veces son los amigos, a veces son los libreros. Me gustaría pensar que esos jóvenes, ante todo, puedan tener a mano una librería. Y que esos templos no están a punto de ser declarados especie protegida en vía de extinción.

Recetas para estar vivo

(Publicado el 17 de mayo de 2019

El que no está en las pantallas no existe, se ha dicho acerca del rectángulo que se sienta frente a los sofás. O ahora podría decirse de los paralelogramos portátiles más democráticos. ¿Y el que está en el papel existe? ¿Y el que lee en papel está vivo? Pues también. Pero nos la pasamos más frente a la pantalla. Son los tiempos, my friend. Somos los más activos en la red del cuerno telefónico blanco con fondo verde, somos los más felices en la red de la efe blanca sobre fondo azul, los más glamorosos en la red de la cámara con fondo incierto, los más lúcidos en la del pajarito azul. Y así, enredados en las redes, pulgar a pulgar, minuto a minuto vivimos en el trasmallo de la virtualera real.

          El “To be or not to be” por el “Click or not to click”. Qué otra salida tenemos DonCheckspier. Aparecer o no aparecer, esa es la pregunta. Existir, respondería el vivo.

          Pues eso y amparado en eso inauguro WEB para mostrar mi trabajo y para buscar trabajo. Para mostrarme escondiendo lo escondible. Y los cito cada viernes a una especie de vis à vis en este BLOG, donde se desempolvarán textos y se crearán nuevos con la sola intención del solaz; saldrán párrafos desprovistos del veneno y de la inquina, aunque la ponzoña y la toxina teñirán la palabra en otros tonos.

          No me queda claro del todo. ¿Mostrarnos para existir? ¿Vivir mostrándonos? ¿Escribir para que nos lean? ¿Leer para que nos escriban más? Las dos, las cuatro, pero ante todo leer; y si es en papel mejor, a la antigua, que tampoco ha pasado tanto tiempo ¿cierto HerrGutenberto? Leamos, sentados, sobre esa cosa rectangular blanca, así vivamos empantallados; leamos, así sea la etiqueta del refresco que nos hará daño mientras nos quita la sed, el lomo del tomo tercero de una enciclopedia que bosteza huérfano en una venta de segunda. O de pronto, cuando no haya nada más que hacer, leer la novela de un advenedizo.